Camino
Ya intuía yo una resurrección del cine español, este año -y va en serio- clínicamente difunto, y eso que era difícil superar el pasado. Otoño mágico que arrastra hojarasca e infiltra los platos fuertes de la temporada, entre los que CAMINO atesora una esquina de honor. Los tiene bien puestos Javier Fesser. De todas las virtudes de su terrorífica película elijo una valentía imbatible nutriendo cada plano. En el país en el que vivimos se acerca uno al suicidio artístico si asume la enfermedad y la muerte como esqueleto de un guión, si lo acicala con aires oníricos y lo prolonga hasta dos horas y media fatigosas, duras de roer.
Es CAMINO ejemplo de cine para el debate. Nace, se crea y nos llega lubricando con sólido empaque visual la golosina argumental, no tan retirada de moldes melodramáticos poco admirables. Pero Fesser capea la manipulación de sentimientos, siempre agazapada, siempre dispuesta a saltar.
Cuesta -al menos a mí- condensar intenciones y virtudes latentes bajo la ingenua fábula sobre el primer amor y el aprendizaje de la puñetera vida a través de la angustia física. Dos líneas articulares recorren una columna -perdón por el símil facilón- dramática al final refugiada en senderos de simbolismo muy básico y muy eficaz. La lucha de la niña -preciosa Nerea Camacho-
Me llevo en el equipaje de mi memoria el intento por barnizar de ilusión preadolescente el trazo trágico. En la segunda -y jugosa- arteria de la película asistimos al despertar sexual y la vida escolar, marco de los deseos luego truncados. Para no caer por la pendiente lacrimógena, el director reparte aquí cómicos diálogos entre los niños secundarios, confeccionando así un híbrido de tono y estilo que a este cronista tuvo cautivo un minuto tras otro.
Hábil en la definición de personajes y entorno, pero a su vez magistral en la imbricación de las certezas y los cimientos de una cuestionable religiosidad. Poético discurso que juega con la realidad y la ensoñación, situándonos en el cruce entre delirios, esperanzas, desengaño y flecos de compasión. Carmen Elías, contenida y deslumbrante, hace de esta madre cauce de creencias bordeando límites casi fanáticos. Es ella la bisagra con la que la niña se mueve desde el espacio físico donde su ilusión cobra vida hasta el difuso, tormentoso, a la postre revelador limbo de misticismo que la elevará a los altares.
Hay necesidad de ver esta obra desequilibrada y hermosa. Insólita gema en una industria tan reacia a la vanguardia bien entendida. Fesser arriesga y gana al subvertir la narrativa clásica hasta engordarla de óptica talentosa. Percibo que no será materia de jugo gástrico, más bien reactivará flujos neuronales, calentará las compuertas de una emoción anestesiada, aséptica por violencias televisivas, por folletines descafeinados. Sobrevolando el ataque a una institución tan siniestra como el Opus Dei circula -libérrimo, y entusiasta, y piadoso- un cántico a las ganas de seguir viviendo cuando el aroma mortecino se empeña en invadirnos. Al terminar, el rostro de la pequeña actriz protagonista rellena con mirada cálida y chorros de vitalidad los huecos de amargura que acaban perforando nuestra garganta.