Cine de altura ética, estética y humana. Fesser logra reconciliarnos con la puta vida a golpes de lucidez, intuición y estilo. Obra valiente y vanguardista. CAMINO reinventa la emoción y nos la entrega descarnada, pura, memorable.

★★★★★ Excelente

Camino

Ya intuía yo una resurrección del cine español, este año -y va en serio- clínicamente difunto, y eso que era difícil superar el pasado. Otoño mágico que arrastra hojarasca e infiltra los platos fuertes de la temporada, entre los que CAMINO atesora una esquina de honor. Los tiene bien puestos Javier Fesser. De todas las virtudes de su terrorífica película elijo una valentía imbatible nutriendo cada plano. En el país en el que vivimos se acerca uno al suicidio artístico si asume la enfermedad y la muerte como esqueleto de un guión, si lo acicala con aires oníricos y lo prolonga hasta dos horas y media fatigosas, duras de roer.

No aludo al metraje -en verdad descompensado- más que como paradoja en esta era de voraz deglución del cine. Hay que hacer acopio de valor para luchar contra el tifón de la taquilla, sería Fesser como un minúsculo David disparando dardos lúcidos contra gigantes recaudatorios, anorexia creativa, estupidez embotellada. El riesgo asumido no sólo le instala en el borde del abismo, sino que también le permite impartir clase maestra de humanidad, palabra desinflada que sólo unos pocos virtuosos abrillantan en forma de imágenes y texto sabio. Lo dicho, grandes proporciones definen su nueva propuesta, superados anteriores exabruptos rociados de cañí. El cambio, dice Fesser, obedece a su madurez tras la cámara, pero también a su ensanchado corazoncito de padre, quizá (es mi impresión) la amplitud de miras hacia el sufrimiento ajeno le ha regalado dotes y ánimo para rodar un relato confinado al cajón de los proyectos.

 

Es CAMINO ejemplo de cine para el debate. Nace, se crea y nos llega lubricando con sólido empaque visual la golosina argumental, no tan retirada de moldes melodramáticos poco admirables. Pero Fesser capea la manipulación de sentimientos, siempre agazapada, siempre dispuesta a saltar. Por obvio que parezca en tragedia de fuste como ésta, la emoción desgarra, se revela en carne viva, sincera, directa, brutal, contorneada a fuerza de escritura sobria y un equipo de actores a pecho abierto. Ayuda también que el asunto cae o podría caer de cerca a cualquier espectador, el dibujo del dolor, la espera, el sacrificio, la asunción del funesto destino, el seísmo en los pilares de la fe. En definitiva se habla de ese pellizco de entereza resignada propia de quienes ven el morro de la muerte desde lejos, imparable.

 

Cuesta -al menos a mí- condensar intenciones y virtudes latentes bajo la ingenua fábula sobre el primer amor y el aprendizaje de la puñetera vida a través de la angustia física. Dos líneas articulares recorren una columna -perdón por el símil facilón- dramática al final refugiada en senderos de simbolismo muy básico y muy eficaz. La lucha de la niña -preciosa Nerea Camacho- por la vida que le abandona en agonía lenta deja ver la férrea moralidad de una familia cuya vida se consuma y pliega a aquéllo de la voluntad divina. Muy listo Fesser por rebajarnos la (molesta) tentación de juzgar, condenar e incluso acentuar de heroicidad el relato -inspirado en hechos reales-. Lo visionario, lo que parte de cuajo los moldes vistos hasta ahora es el modo de endulzar las pesadillas de la joven en el hospital, esos tramos visualmente fascinantes, auténticos bálsamos que amortiguan (poco) el vapuleo -vísceras, corazón, cerebro, todo en uno- del grueso narrativo. Pero temo que no son suficiente alivio. Cerca de la imaginería amelieniana de Jeunet, estos interludios fantásticos no logran que se imponga el realismo mágico buscado, pronto descubrimos que la balanza acaba por derramarse hacia el mustio azote de lo real.

Me llevo en el equipaje de mi memoria el intento por barnizar de ilusión preadolescente el trazo trágico. En la segunda -y jugosa- arteria de la película asistimos al despertar sexual y la vida escolar, marco de los deseos luego truncados. Para no caer por la pendiente lacrimógena, el director reparte aquí cómicos diálogos entre los niños secundarios, confeccionando así un híbrido de tono y estilo que a este cronista tuvo cautivo un minuto tras otro.

Hábil en la definición de personajes y entorno, pero a su vez magistral en la imbricación de las certezas y los cimientos de una cuestionable religiosidad. Poético discurso que juega con la realidad y la ensoñación, situándonos en el cruce entre delirios, esperanzas, desengaño y flecos de compasión. Carmen Elías, contenida y deslumbrante, hace de esta madre cauce de creencias bordeando límites casi fanáticos. Es ella la bisagra con la que la niña se mueve desde el espacio físico donde su ilusión cobra vida hasta el difuso, tormentoso, a la postre revelador limbo de misticismo que la elevará a los altares.

Hay necesidad de ver esta obra desequilibrada y hermosa. Insólita gema en una industria tan reacia a la vanguardia bien entendida. Fesser arriesga y gana al subvertir la narrativa clásica hasta engordarla de óptica talentosa. Percibo que no será materia de jugo gástrico, más bien reactivará flujos neuronales, calentará las compuertas de una emoción anestesiada, aséptica por violencias televisivas, por folletines descafeinados. Sobrevolando el ataque a una institución tan siniestra como el Opus Dei circula -libérrimo, y entusiasta, y piadoso- un cántico a las ganas de seguir viviendo cuando el aroma mortecino se empeña en invadirnos. Al terminar, el rostro de la pequeña actriz protagonista rellena con mirada cálida y chorros de vitalidad los huecos de amargura que acaban perforando nuestra garganta.

Lo mejor: Su valentía. Su apuesta estética. Su rigor humano y la solidez de su trasfondo moral. Nerea Camacho. CARMEN ELÍAS (el próximo Goya para ella)
Lo peor: Que no rebosen los cines de gente ansiosa por verla.
publicado por Tomás Diaz el 6 noviembre, 2008

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