El último rey de Escocia
La ficción o el engaño como medio para acercarnos a una realidad, como el mismo cine. La novela de Giles Foden, en la que se basa “El último rey de Escocia”, nos presenta a un recién licenciado médico escocés convertido en el hombre de confianza de uno de los más atroces dictadores de África, Idi Amin, que entre otros, se autoimpuso ese título honorífico de monarca.Un recurso dramático, como otros, convenientemente falseados, o adaptados, que muestra la película de Kevin Macdonald, pero que se corresponden con lo sucedido y sirven para desviar nuestra mirada hacia otra lamentable página de la Historia en el continente negro.
En el caso del protagonista, ese joven inconsciente y seguro de si mismo, Nicholas Garrigan (James McAvoy), está inspirado en varios doctores occidentales que tuvieron contacto con el líder ugandés. Y éste se encarna en un Forest Whitaker en estado de gracia, que presta su mirada, inquieta, juguetona y amenazante, y su corpulenta presencia, a Idi Amin, el hombre que regió, a base de miedo y sangre, el destino de Uganda desde 1971 a 1979.
“Black power” siniestro.
Un dictador cultivado en los artes de la guerra por los mismos británicos, sexualmente insaciable y encantador, capaz de seducir tanto a su gente como a la prensa internacional, pero también un megalomano con ansias de cambiar el mundo y, sobre todo, un ser desconfiado y paranoico que le llevaría a torturar y asesinar sin miramientos. Entre sus víctimas, se cuentan más de 300.000 ugandeses, entre ellos, soldados a su propio servicio.
Sea de manera “adaptada” para el relato, o más cercana a lo ocurrido, puede llegar a desaparecer uno de los ministros de Idi Amin (en la realidad, uno llegó incluso a poner tierra de por medio, exiliándose, por temor); se expulsó a la minoría asiática (en una dedisión aplaudida por la mayoría ugandesa, pero que perjudicaría el comercio, dado el talante de estos); se acusó al mandatario de “caníbal” (y a esta leyenda negra contribuyó el hecho que guardara las cabezas decapitadas de algunos enemigos en el frigorífico); su petulancia y fanfarronería al enfrentarse, o enviar cartas, a jefes de estado poderosos (como a la edípica Madre Patria Británica); o el que apareciera una de las esposas de Idi Amin desmembrada.
Y el joven médico Nicholas Garrigan se manifiesta como una extensión del resto de occidentales, ajenos a esa cruda realidad, y cegado en la comodidad, entre lujos, regalos y agasajos.
Actores y actorazos.
Formalmente, uno de los mejores aspectos técnicos de la película es una luminosidad, montaje y fotografía que refleja muy bien la textura de los años setenta. Una labor en el que seguro ha tenido que ver esa trayectoría anterior de MacDonald como documentalista, y que llegó a valerle un Oscar al mejor documental en 1999 por “One day in September”, sobre el atentado de palestinos contra atletas judíos en 1972, en Munich.
En imágenes que captan tanto la exótica fascinación como la locura, se mueve un James McAvoy idoneo como el doctor Garrigan, pero eclipsado en pantalla cada vez que aparece el carismático y temible Idi Amin/Forest Whitacker, a veces como un niño en busca de afecto y comprensión, otras como un desequilibrado capaz de lo peor. E incluso se luce una Gillian Anderson en sus breves escenes, y lo hace con un cambio de ‘look’ que poco recuerda a sus tiempos de “Expediente X”.
Y ello destaca en una película que tampoco no es que sea redonda ni extraordinaria, sinó más bien irregular, ilustrativa y voluntariosa, y con algun toque efectista a lo “Un hombre llamado caballo” dudoso; pero un film estimable, y hecho con tan sólo 6 millones de dólares.