El autor en disposición de escribir a capricho el epitafio de su obra. El autor convertido en Maestro o el Maestro convertido en Guía. Clint Eastwood en estado de gracia, lo cual no es decir demasiado habida cuenta del excelente cine que ha hecho

★★★★☆ Muy Buena

Gran Torino

Hay personajes que se construyen con una pasmosa morosidad. Borges usaba la figura del mapa idéntico al terreno que cartografiaba o recurría a Funés, un individuo con una memoria sencillamente milagrosa, capaz de registrar sucesos imperceptibles, extraordinarios, relevantes y futiles y configurar un inventario no únicamente preciso, ni siquiera meticuloso, sino cabalmente idéntico al inventario primitivo, el que sucede en la realidad y al que la memoria se entrega para dar fe y crédito de su oficio. Cada hebra del traje infinito del tiempo o cada minúsculo dato topográfico del mapa de las cosas se erige como instrumento de la construcción de la épica a la que el lector de Borges se entrega familiriazado ya con todos los vicios del escritor y toda la argamasa simbólica con la que funda su particular cosmogonia. Dudo mucho que Walter Kowalski lea a Borges o someta su criterio ético al alambique metafísico del narrador argentino, pero algo tienen en común y tal vez el solitario, amargado y muy necesitado de redención mecánico jubilado que protagoniza la última película de Clint Eastwood se parezca (en su textura más íntima, en su alma más sensible) al anciano escritor que se refugia en la filosofía y en la ética y en los libros para elevar la cumbre de los días y morir (quizá) limpio de culpa, despojado de artificios, dulcemente. Tienen en común la autoridad que da la vejez, cierto manejo de los grandes argumentos de la vida como la vida o la muerte o el abandono o la soledad, y es precisamente a esos hondos asuntos a los que Clint Eastwood da más rigor, prescindiendo de cualquier plano o cualquier línea superfluo: aquí todo está concebido para acceder al grandilocuente, formidable, emocional y también épico finiquito de la historia, que es al tiempo el cierre formidable al Eastwood actor, al que nos ha regalado algunos papeles fundamentales en la Historia del Cine reciente y que aquí, a modo de nota testamentaria, regala para disfrute absoluto de incondicionales y regalo imprevisto para quienes sostenían que este hombre enjunto y lacónico, muy a menudo relacionado con personajes profascistas y escasamente recomendables, es en realidad un poeta de la imagen, un constructor de personajes absolutamente profundos.
Ha hecho falta que exista Harry Callahan o William Munny o Frankie Dunn para que Walt Kowalski exista: toda la filmografía de Eastwood está encerrada en estas dos horas de espontanea y romántica confesión. Está el Eastwood incrédulo, el patriota, el violento, el irónico, el lírico, el sacrificado, el dibujado con esmero por tantos guionistas guiados por la sensibilidad de un maestro de la representación, uno que el tiempo pondrá en el sitio que verdaderamente merece, justo a la altura de cualquier otro que el amable lector (en su voraz cinefilia) pueda pensar..Mientras tanto, al tiempo que voy pedaleando palabras y rescatando emociones para que todo se ajuste al nirvana mental que me produjo Gran Torino, la película se proyecta en mi memoria casi íntegramente y voy repitiendo los gestos, las muecas, los efectos de la senectud en un hombre completamente empapado de vida y que desprende vida en cada toma. Me da lo mismo su precedibilidad: esa certidumbre de que un final apoteósico, de los que te dejan pegado a la butaca, se fragua lenta e inexorablemente; su insobornable patriotismo, rayano en lo bochornoso para quienes no la profesamos por unas u otras circunstancias; su inequívoco aroma a despedida, y ya se sabe que cuando un amigo se va, algo se muere en el alma, y entonces los que amamos a Clint Eastwood casi tanto como a John Ford o a John Huston o a Alfred Hitchcock, contribuyentes (egregios) al tozudo vicio de ver películas de este cronista exigente, cándido (en ocasiones), voluptuoso y, sobre todo, cuando hay que ser mitófago, parroquiano de este culto… La reseña sesuda, la que apura los argumentos y las implicaciones morales y estéticas, ésa que en otras ocasiones sale sin esfuerzo (buena o mala, pero sale con cierta facilidad) no entra ahora y ni tal vez lo haga en ningún futuro cercano o apartado del hoy untado de asombro. Me quedo con el tito Clint arreglando el jardín y adiestrando, en los menesteres de la vida, al chino que se le cuela en el ocaso de la suya y al que ama (a su manera) y por el que nos deja huérfanos de un actor imponente.
Lo mejor: Clint, Clint, Clint; el apoteósico final, liberador y testamentario.
Lo peor: Que es previsible en demasía. Algo malo tenía que haber.
publicado por Emilio Calvo de Mora el 15 marzo, 2009

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