La vida de los otros
La mirada siempre atenta, los oídos agudizados al máximo, el rostro de emociones impenetrables. El capitán Gerd Wiesler (Ulrich Mühe) es uno de los mejores agentes de la ‘Stasi’, la policia secreta de la antigua República Democrática Alemana. Tiene el método infalible, las preguntas precisas y el tiempo necesario para que cualquier sospechoso de traición o disidencia a la nación, si es culpable, termine confesando o delatando a sus amigos.En esa Alemania del Este anterior a la caída del muro de Berlín, todos los ciudadanos son sospechosos y el espíritu de Orwell resucita para convertirse en el sueño codiciado de los mecanismos y las ansias de un gobierno que desea tenerlo todo bajo control , y a sus residentes bien vigilados. Con este guiño, el debutante de treinta años, Florian Henckel von Donnersmarck empieza su narración precisamente en 1984, en una RDA que más bien parece anclada en una década anterior, los setenta, y definitivamente, aposentada en la obra cumbre de Orwell.
Allí, Wiesler, alías HGW XX/7, es un funcionario pulcro y efectivo con su trabajo, y uno de los mejores, entre los más de 170 mil agentes de la ‘Stasi’ que llegó a haber. Un experto en infiltrar su nariz y orejas en vidas ajenas, en redecorar las casas con micrófonos y cables escondidos, y en hacer que la palabra intimidad carezca de sentido.
Bajo sospecha.
Pero, y en otro de los grandes aciertos del film de Henckel, para bien o para mal, esos agentes de la seguridad del estado se nos son presentados como meros profesionales o burócratas que, simplemente, hacen su trabajo, sin recurrir al tópico fácil de mostrarse violentos o maníqueos.
Y, como ellos, o como los ciudadanos de la RDA, el infalible Wiesler cuenta también con el factor humano, lleno de errores, debilidades y sentimientos. Al igual que ese artista a quien debe vigilar, George Dreyman (Sebastian Koch), un autor de teatro que, por obra y encargo del interesado ministro de turno (Thomas Thieme), se convierte en otro “intelectual” potencialmente subversivo y bajo vigilancia.
Y Dreyman, ténganlo por seguro, es culpable al menos de dos delitos: el de que se le revuelvan las entrañas en un estado donde el talento está perseguido, y el tener como amante a una actriz tan deseada, como deseosa, Christina-Maria Sieland (Martina Gedeck).
Talento sin represión.
El hombre que sabía demasiado, o la necesidad de tomar partido. El escuchar demasiado puede hundir a prójimo, o tal vez, también hacernos comprender mejor. Tanto Wiesler como Dreyman, como esta magnífica película, son personajes hechos a base de sentimientos retenidos y a punto de aflorar. La labor de sus intérpretes, y la de los secundarios, es perfecta, como la de una prodigiosa Martina Gedeck (“Las partículas elementales”), de presencia y voluptiosidad tan irresistible como frágil y peligrosa.
Hay también secuencias e imágenes impresionantes, siempre surgiendo de la honradez, sobriedad y pasión contenida de la propuesta, como esa mirada de Weisler de sorpresa al comprobar, aunque haya sido testigo cientos de veces de ello, una delación que llenará su alma de decepción.
Incluso se puede ver en esas siglas de “HGW XX/7” un guiño a otro Welles, el Herbert George Welles, autor de esa “La guerra de los mundos”, en cuya condición de escudriñados, de invasores e invadidos, de los virus que pueden propiciar la caída de un sistema, se hayan los personajes y elementos de “La vida de los otros”. En cualquier caso, razones sobradas hay para que sea una de las mejores películas de los últimos años.