El amor en los tiempos del cólera
Inteligente y fiel adaptación de la novela homónima de García Márquez. Mike Newell se sirve de un inmejorable reparto internacional para llegar al corazón de la historia romántica más hermosa jamás escrita. En imágenes, un canto de amor por Colombia. “Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los amores contrariados”.
Mucho ha llovido desde aquella tarde de agosto en la que por casualidad, como suceden los grandes hallazgos en la vida, descubrí “El Amor en los Tiempos del Cólera”. El paso del tiempo consiguió difuminar el recuerdo de una mujer de fuerte carácter a la que nunca entendí. A tan temprana edad no es fácil comprender que las fachadas de hormigón son el refugio seguro de los corazones sensibles. Muy a mi pesar, también se evaporó ese ideal romántico del amor puro que sólo sobrevive en el difícil arte que plasma el alma en el papel. Pero veinte años no fueron suficientes para borrar de mi retina la imagen de un patio en el que crecen sempiternas flores tropicales, ni la frescura de las puestas de sol tantas veces soñadas sobre el río de La Magdalena, ni el olor del mercado en el que Fermina Daza setencia el final de una ilusión. Sin saberlo, y para siempre, me había enamorado de Colombia.
El guión de Ronald Harwood, ganador de un oscar por El Piano, puede ser calificado de inteligente y fiel. La fidelidad, tantas veces prometida al autor con la solemnidad del juramento de Florentino, conlleva la realización de una adaptación prácticamente literal, que inicia su andadura por el final del relato y remonta en un intenso flashback, que constituye el nudo de la trama, para regresar a la primera secuencia y encarar el desenlace. Dentro del desarrollo, se impone una estructura narrativa lineal para dar consistencia a ese “ir y venir del carajo” al que son sometidos los protagonistas. Las frases memorables de la novela se transcriben a la pantalla con absoluta devoción, y se intenta un coqueteo fantasioso entre personajes y escenario para sortear la amenaza latente de culebrón folletinesco postcolonial al que podría quedar reducida la búsqueda del amor a lo largo de la vida en tiempo de guerra y epidemias, cuando se ve despojada de los complejos viajes interiores que recrea la prosa limpia del premio Nobel. “Es la vida y no la muerte la que carece de límites”.
La inteligencia, por su parte, se percibe en dos licencias cinematográficas que se incorporan a la historia. En primer lugar, la presentación en diálogos –que nunca se producen- de un romance que es recogido por la pluma de acero y la máquina de escribir en interminables cartas de ida y vuelta; lamentablemente, escritas en inglés. Por otra parte, la apuesta valiente al ofrecer un cambio de actor para el personaje central. Se pasa del muy interesante Unax Ugalde al siempre eficaz Javier Bardem, no atendiendo a motivos de edad, sino con la finalidad expuesta por Luis Buñuel en su última película, Ese Oscuro Objeto del Deseo. Se necesita un Florentino apuesto, surgido de los ojos con los que sólo sabe mirar el corazón, con unos rasgos físicos difusos que se pierden entre la multitud de la Misa del Gallo, y que no se corresponde con el Florentino real, el de carne y hueso, el que Fermina ve por vez primera, cara a cara, en el mercado para convencerse de que todo ha sido una ilusión, el enamoramiento de un alma sin rostro.
La factura impecable del diseño de producción, su corte elegante, los exquisitos trabajos de maquillaje y vestuario, el acertado casting internacional, la dirección artística que permanece atenta al más insignificante de los detalles, como el que fija su atención sobre las jaulas en las que transportan a los bebés por los viajes fluviales; y la sensata ejecución de un artesano, Mike Newell que, lejos de ser brillante, siempre resulta correcto, convierten El Amor en los Tiempos del Cólera en una película de inolvidables momentos que sofocan el temor del escritor, que tardó varios años en ser convencido para aceptar esta versión anglófona. “Cincuenta y tres años, siete meses y once días con sus noches”.
Las entrañables conversaciones en el faro, los ojos del sátiro que sabe que el mal de la infidelidad no es tal si sólo se perpetra con el cuerpo, el amor desmedido de una madre latina (la imponente dama del teatro brasileño, Fernando Montenegro), la gélida mirada y los arrebatos de ira de la excelente Giovanna Mezzogiorno, y la inconfundible voz de Shakira recorriendo las plazas de Cartagena, la maleza en la selva, el caudaloso río, la ciudad portuaria de Barranquilla… provocan un escalofrío que nubla la mirada. Y es que, admitiendo la imposibilidad de hacer justicia a la insuperable obra de Don Gabriel, no es menos cierto que la calidad humana del pueblo colombiano, el espíritu colorido de su tierra, la atmósfera cálida y fragante, pasional, que viven en la novela, ahora también, por fin, lo hacen en el cine.