La cinta blanca
A veces los hechos del pasado son un lastre difícil de soportar. Es comprensible que se busquen las causas que pudieron originar la mayor catástrofe de la Humanidad: la Segunda Guerra Mundial. Y más si uno ha nacido en Alemania. Todo esto es lícito. Lo que no es demasiado ético es culpar a toda una generación, los padres de los futuros genocidas, de la muerte de los más de cincuenta millones de personas. Es decir, no estoy de acuerdo con Michael Haneke, o por lo menos no con lo que yo creo que ha querido insinuar.Y es que, en mi opinión, la intención del director germano con su última película ha sido la de justificar la actitud de los jóvenes alemanes nacidos con el siglo XX –futuros nazis- como respuesta a la rígida educación sufrida, a la estricta religión temerosa de Dios, o a la estructura aún feudal de muchas regiones centro europeas en esos años. Curiosamente la misma sufrida por jóvenes de muchos países en todo el mundo y, que sin embargo, no desembocó en la subida al poder de alguien como Hitler. La carga es pesada, sí, y el Holocausto todavía duele, pero los alemanes, como Haneke, tendrán que vivir con ello y asumir quienes fueron los que tuvieron una responsabilidad directa en lo acontecido.
Dicho esto, y abstrayéndonos de la intención de Haneke (si es que era esa), la cinta tiene tanta calidad que puede que sea la mejor del realizador hasta la fecha, y eso es decir mucho. Desde luego en su aspecto formal, pero también en el tratamiento del guión y en el espectacular trabajo de todo el elenco de actores; muy bien caracterizados gracias al exquisito maquillaje y al cuidado casting que presenta, por ejemplo, a los cabezas de familia de los distintos clanes con dura expresión facial o con defectos físicos en ojos, o heridas en el rostro; todo para elevar el nivel de dureza de la trama.

Del continente de la cinta no podemos estar más que agradecidos al cineasta muniqués. Debemos dar gracias a que Haneke haya recuperado para nosotros el tono escandinavo de los filmes de Bergman o Dreyer. Del tratamiento de la luz tan realista -no recuerdo haber visto nada igual desde Barry Lyndon (Stanley Kubrick, 1975)-; una luz inversamente proporcional a la miseria representada (y no me refiero sólo al aspecto económico). De haber elegido el blanco y negro (el negro sobre el blanco en algunos planos sencillamente geniales de la campiña) para darle el tono adecuado al drama y resaltar aún más los vestidos de luto y las cabelleras rubias; salvando las distancias, tan amenazantes como aquellas de El Pueblo de los Malditos (The Village of The Damned de Wolf Rilla, 1960).
También agradecemos que Haneke siga comprometido con su personal visión cinematográfica. Que los encuadres fijos sigan allí el tiempo necesario para que el espectador asuma lo que acaba de ver, lo que está sucediendo fuera de campo, y lo que puede suceder a partir de ese momento.
Del contenido ya hemos hablado. Sólo resaltar otra posible sutileza (de Haneke nunca se sabe): la secuencia que se desarrolla en la iglesia, el día de la confirmación; una escena clave para reflejar la actitud pasiva de los padres de cara al exterior. Nos preguntamos si es una metáfora de la propia actitud del pueblo alemán durante el Genocidio, que sintiéndose creadores del monstruo no se atrevieron a pararlo.