La vida de los otros
Cuando terminó la proyección de “La vida de los otros”, en una sala de cine inusualmente llena para tratarse de una película alemana, se hizo uno de esos silencios tan únicos y especiales que hacen presagiar una atronadora ovación, en la que todos hubiéramos participado de buen grado y animosamente… de haber habido alguien que rompiera el fuego.Lo decía Sacai, nada más aparecer los títulos de crédito: “es una de esas películas que te dan ganas de aplaudir”. Efectivamente. El enorme y larguísimo peliculón de Florian Henckel von Donnersmarck (Flo en adelante) no sólo se pasa en un suspiro sino que, efectivamente, te reconcilia con las cosas buenas de la vida.
“La vida de los otros” es una inmersión, a pulmón libre, en la realidad de una Alemania del Este muy cercana en el tiempo. Cuando oímos hablar de películas sobre la Guerra Fría, Checkpoint Charlie y el Telón de Acero, estamos acostumbrados a que sean en ByN, a que cuenten trepidantes historias de espías, persecuciones y acción sin tregua. Pero la realidad de la Alemania Socialista en los cercanos años ochenta se nos presenta como mucho menos glamourosa y mucho más amenazante y tétrica en la película de Flo.
Una palabra, un concepto planea sobre todos los protagonistas: lista negra. Nos encontramos entre la vanguardia intelectual de la modernidad teatral alemana. Y surgen las sospechas. ¿Es posible que Georg Dreyman, uno de los grandes iconos culturales del socialismo alemán, sea tan bueno, tan puro y tan leal al régimen como aparenta?
Los mediocres, para ascender, utilizan una técnica muy efectiva: sembrar dudas y esparcir mierda sobre todos los que le rodean, de forma que la apestosa capa de niebla que contribuyen a crear a su alrededor pueda enmascarar su propia incapacidad y su mal olor. Y eso es lo que hace uno de los capitostes de la Stasi, la temible policía secreta alemana: poner bajo vigilancia a Dreyman. A ver qué pasa.
Y así, la relación que se establece entre el vigilante, el capitán Gerd Wiesler, un experto oficial; y el vigilado y su novia, una famosa actriz, empieza a ser de lo más contradictoria. Y cambiante. Y ambivalente. Y nuevamente contradictoria. Y fascinante. Y hermosa. Y trágica. Y otras muchas cosas y sentimientos que genera el visionado de una fantástica e hipnótica película que nos habla de un tiempo pasado, pero que está ahí mismo, al otro lado de los restos de un muro. Y en las conciencias de mucha, mucha gente.
Efectivamente, la película de Flo tiene mucho que ver con aquella otra película, igualmente fascinante, de Francis Ford Coppola: “La conversación”. Ambas son formalmente austeras, pero de un calado y una trascendencia que demuestran que el cine, sin ser aburrido, puede ser mucho más que un pasatiempo o un entretenimiento para críos. Sin necesidad de plúmbeos discursos se puede hacer una fascinante película de tesis, de las que hacen pensar. Sin necesidad de lanzar vísceras contra el espectador, se puede conseguir que éste no parpadee durante dos horas y media. Sin necesidad de pirotecnia gratuita se pueden conseguir sacudidas de neuronas en unos espectadores a los que, cuando se les ofrece productos cinematográficos de calidad, responden y acuden a verlos. Vengan de donde vengan.