Los descendientes
La película abre con un plano detalle, desde la perspectiva de la “cámara testimonial”, del rostro de una bella mujer en lo que parece ser un paseo en lancha. De allí a los títulos.
Lo que sigue, es la narración en off de Matt King (Clooney) descendiente de una estirpe que inició una aristócrata princesa hawaina (Hawai es dónde transcurre la historia) y un hombre “blanco”.
Los descendientes de aquel improbable linaje, la parentela de Matt, están a punto de cerrar la venta de su patrimonio definitivo: un extensísimo terreno en una de las islas contiguas, que seguramente se convertirá en un paraíso urbano, en reemplazo del “natural”. Matt es el titular del consorcio familiar, pero la decisión de la venta la debe tomar democráticamente el “clan”. El problema, es que la esposa de Matt está postrada en el hospital en coma irreversible, a causa de un accidente náutico. Y el hombre no solo debe lidiar con la presión de la venta, y la pérdida del legado familiar, y las críticas de los lugareños ante el ímpacto de esta decisión, tambien, debe hacerlo con sus dos hijas (de 17 y 10 años), los temores y dramas familiares, los conflictos generados por su propia ausencia (siempre fue un tipo muy ocupado), y con una probable infidelidad de la mujer que ya casi muere.
Para Matt, los próximos días, mientras espera acongojado el expirar póstumo de su amor, serán de autodescubrimiento y redención.
Alexander Payne es un director tan meticuloso, y no lo digo en plan de “calculador comercial”, no, sino en eso de elegir muy minuciosamente las bases literarias de sus proyectos, y luego, extraerle hasta la médula de sus posibilidades visuales, artísticas e interpretativas, cargando sobre los hombros de los personajes, sus situaciones dramáticas y eventualmente cómicas, en un punto donde los géneros (amenos, por cierto) se mixan tan implacablemente, que caemos en cuenta que nos estamos riendo de algo que en su escencia es tremendamente doloroso. Y en ese juego dual y riesgoso, Payne se muestra seguro, exacto, talentoso.
“Los descendientes” es tan perfecta en su resultado, tan atractiva y sentida, que no podemos evitar mirarla con el cariño y el interés que nos despiertan esas historias que rozan el melodramatísmo, para detenerse un metro antes de este, cortando el aire con un toque de sorna, ó una palabra en desacuerdo, ó con una situación incómoda de un personaje casi escenográfico que rompe la atmósfera de tensión dramática y “nos” permite desahogarnos.
Si ya Payne se había mostrado diferente, en una forma de realizar obras conmovedoramente irónicas (La elección; Las confesiones del Sr. Schmidt; Entre copas), con “Los descendientes” no hace más que dejarnos con ganas de ver que sucede después con Matt y sus flores. Pero claro, a la tensa espera, al descenlace duro, al “… de aquí en más”; le siguen la calma, el recomenzar, el seguir adelante, el reflexionar sobre lo que nos resta de vida y como vivirla… la oportunidad de borrar y volver a escribir en pos de un final, ahora, feliz.