Ray es verdaderamente intrépido y poéticamente irresponsable a la hora de bailar entre los límites que el mainstream sitúa entre los géneros.

★★★☆☆ Buena

La casa en la sombra

“La casa en la sombra” no es una obra maestra, pero sí una gran película que  mantiene cierto anonimato, a pesar de pertenecer a uno de los grandes del cine clásico americano. No termina de estar a la altura de las grandes de la época, pero carga con numerosas virtudes relacionadas con la infinita capacidad cinematográfica de Nicholas Ray. Podría considerarla una rareza dentro del fastuoso y desesperanzado negro de los 50. No es tan buena como“En un lugar solitario”, (In a lonely place, 1950) aunque no sería prudente compararlas, por buscar fines distintos. La banda sonora de Herrmann y la absoluta libertad a la hora de dirigir de Ray son inolvidables y hacen de este largometraje una de esas joyas poco conocidas. Me parece de una audacia considerable, como se mueve el director entre el clasicismo más puro y la modernidad más underground. Esta cinta es un mosaico que pone en relieve las más distintas metas del cine, hecho que sitúa a Nicholas Ray en el lugar de un auténtico precursor.

 

Todas las peculiaridades de los míticos personajes del género, las encarna a la perfección un evocador y siniestro Robert Ryan, en su papel de policía violento que vive hastiado de contemplar en las calles de una oscura y lluviosa ciudad, los rastreros caminos del crimen.  Su carácter torvo, huraño y salvaje le lleva a investigar un caso de asesinato alejado de la ciudad, con la intención de su jefe, de que no acabe expulsado de la policía. Allí conocerá a Mary Malden, que se convertirá en el detonante para que el director se sumerja en un sensible y exuberante melodrama, sobre la soledad humana en un mundo taciturno y decadente.

Lo realmente original del largometraje es esa inusitada fusión de géneros, que une el negro con el melodrama, hecho que pocas veces se constató en la época dorada de los 40 y 50. Otro gran ejemplo podría ser  “Alma en suplicio” (Mildred Pierce, 1945), con una espectacular Joan Crawford, dirigida por unMichael Curtiz que tres años antes paseara por Casablanca. No es de extrañar que Nicholas Ray haya sido admirado e imitado por los más grandes del cine independiente, entre los que destaca, pese a quien pese, un tal Wim Wenders y que acabaran colaborando en una extraña película llamada “Relámpago sobre agua”, (“Lighting over water”, 1980). Lleva el expresionismo a la narrativa y al paisaje, aparte de a la iluminación y la fotografía.

Ray es verdaderamente  intrépido y poéticamente irresponsable a la hora de bailar entre los límites que el mainstream sitúa entre los géneros. Es dado a ir de aquí para allá, abandonando la pureza formal por una pureza individual de estilo, de su propio estilo. En este sentido tiene muchas cosas en común con el propioOrson Welles y ese hecho me parece uno de los más admirables, a la hora de opinar sobre un director de cine, o de un artista de la disciplina que se trate. Sus personajes disfuncionales, alejados de cualquier moralidad y de cualquier cercanía a lo políticamente correcto, me atraen especialmente en ese juego dramático en el que en una moralidad moderna, ninguno de sus comportamientos estarían justificados. Moradores de la más incondicional soledad y lontananza. La historia representa la esperanza de escapar de un mundo perdido en la más absoluta desesperación. Un juego de moral,  donde una vez más no existen buenos y malos sino personajes supervivientes de un viaje sin rumbo y sin destino.

El estilo de la fotografía es sucio, en contraposición a la mayoría de sus películas que se caracterizaban sobre todo por la sensibilidad tanto narrativa como formal. Aquí es más agresiva y más cercana al expresionismo. Se presenta técnicamente exuberante gracias en parte al trabajo de George E. Diskant. Grandes sombras reflejadas en la pared, reflejos de esos personajes solitarios y situados en la inmoralidad por circunstancias ajenas a ellos, sus planos picados y contra-picados de la escuela más wellesiana o el uso de planos como los ojos de los personajes, creando una subjetividad rompedora son parte de sus características, pero hay muchas más. La cámara rápida en las escenas de acción consigue un frenetismo artesanal y en parte visionario para su época. El trato deliciosamente moderno de los efectos especiales, sus primeros planos sobre el rostro de los protagonistas, con la mitad del rostro iluminado, la otra mitad a contraluz la convierte en paradigmática y representativa del género en todas sus características plásticas, técnicas y narrativas. El uso de  planos cámara en mano, a parte de sorprender por su modernidad y de romper con los esquemas del género resulta tan extraño como atrayente.

El personaje de Ryan roza lo ofensivo. Aparece menos  sarcástico y más maléfico que los Marlowe y Spade de Bogart, pero en el fondo repleto de romanticismo igual que ellos. Un soñador sin esperanza. El rostro del actor representa a la perfección todos estos sentimientos que definen a los personajes del cine negro, normalmente detectives, aunque en este caso se presente como un adulterado policía. Sombras, sombreros, gabardinas y juegos a contraluz estarán a su servicio para convertirlo en solitario, seductor, silencioso, agresivo, inteligente y arquetípico personaje del negro, su nombre  Jim Wilson, su destino, la soledad y el vacío. Es frio como el hielo ante nuestros ojos pero de corazón ardiente, como marcan los cánones del arquetípico protagonista del género.

Esa voz tan femenina de Lupino, fuera de plano es tremendamente evocadora, bella y sensual. Su aparición en la historia está diseñada de forma cercana a lo épico. Primero su voz, luego su cuerpo de espaldas y por fin su rostro. Se toma su tiempo y su trabajo cinematográfico en presentar a la protagonista que tarda en aparecer la friolera de 40 minutos. En el momento de aparecer la femme fatale, se exageran exponencialmente las características expresionistas. Las sombras se tornan protagonistas, la dualidad moral se presencia imponente y la mentira ronda el ambiente oscuro y recargado a la luz de la chimenea. En lupino se advierte cierta influencia del rostro más mezquino, malhumorado, cabreado y salvaje de la feminidad cinematográfica que no es otro que el que dibujan los insolentes y salvajes ojos de Bette Davis. Sorprenden detalles de guión y sobre todo de su interpretación. Los ojos de Ida Lupino se convierten en luceros en la noche, colmando la negrura de belleza, de una belleza no inocente, una belleza no culpable.

Como melodrama destila sencillez y autenticidad, credibilidad y belleza para conjugar una fusión de géneros, que bien podría evocarme desde la lejanía sentimientos que me producen Capra o Dieterle. Ideas como la dependencia de los demás, la confianza, el amor, o la familia se dibujan a base de sentimientos hermosos, destruyendo cualquier otro aspecto narrativo superficial. Habla de un amor como única vía de escape de este mundo tétrico, oscuro, amoral y deplorable que compartimos, desde que el hombre es hombre.

La multitud de detalles que van adornando de forma cualitativa y cuantitativa la narración me resulta cuando menos, atrayente. Desde los coches rodados en estudio sobre fondo móvil, el Western que se ve en segundo plano en la televisión, como cine de puro entretenimiento o esas calles mojadas por la lluvia, con esos niños sin futuro jugando en ellas, representando esa idea propia del alma del género, como es la forma en la que afectó a la sociedad americana el crack del 29, y los repartidores de periódicos repartiendo en la calle y anunciando los últimos sucesos que hemos visto en tantos largometrajes clásicos, son el perfecto complemento para agrandar la historia.

La música de  Bernard Herrmann es indiscutiblemente característica de uno de los míticos y más sobresalientes músicos de la historia del cine. Me resultó curioso que al ver los primeros fotogramas, mientras la cinta nace en las calles de una ciudad nocturna y populosa y escuchar los primeros acordes me resultara tan reconocible y me llevó a constatar en la ficha técnica su trabajo en la banda sonora. Vuelve una vez más a ser increíble, agresiva y psicótica, recordando a la inmortal “Psycho Theme”. Con el paso de las escenas su música orquestal  se deja llevar rápidamente hacia el cabaret y el swing. Inolvidables son esas “cacerías” en bosques nevados que rompen con los tópicos del género, ambientadas con una banda sonora que habría causado inevitable placer a Hitchcock.

Ray espera a la conclusión, para perder toda esa independencia y entregarnos un final  “Made in Hollywood”, el más clásico de los finales clásicos, ese final diseñado a todas luces, más por un productor que por un director de cine y que le lleva a salir de una gran historia, por la puerta de atrás. Aún así, entenderé siempre a Ray como un rebelde con causa, y su causa fue sin duda, el buen cine.

Lo mejor: La fusión de géneros y el estilo de Ray.
Lo peor: El final.
publicado por Juan José Iglesias Abad el 12 mayo, 2012

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