Prince of persia: las arenas del tiempo
Que Jerry Bruckheimer es un tipo muy listo es algo que ya se sabe. Te monta un espectáculo apabullante, lleno de pirotecnia y de ritmo desenfrenado, te hace pasar un par de horas entretenidas y sales del cine tan contento. Gracias a eso, lleva 30 años haciendo mucho, muchísimo dinero. Y, de paso, siendo uno de los tipos más odiados de Hollywod; ya se sabe que la envidia es muy mala. “Prince of Persia. Las Arenas del Tiempo” es una muestra más del olfato de Bruckheimer para el blockbuster. Adaptación, no del videojuego creado por Jordan Mechner en 1989, sino de la versión moderna del mismo, aparecida en 2003, reúne similares características a las de la anterior barrena taquillera de don Jerry, “Piratas del Caribe”: una ambientación exótica, aventuras de corte clásico, personajes sin demasiado trasfondo aunque simpáticos al espectador, y una historia romántica casta y pura -con Disney hemos topado-.
Sin embargo, la fórmula no funciona tan bien como en “Piratas del Caribe. La Maldición de la Perla Negra”. Entre otras cosas, porque carece de un miembro en el reparto con el carisma de Johnny Depp, pero también porque los guionistas (de entre los que destaca Boaz Yakin, firmante de “Titanes. Hicieron historia”) no son ni Ted Elliot ni Terry Rossio, responsables del libreto de la primera, y reconocidos como los mejores guionistas de cine de aventuras que hay en Hollywood hoy día. El guión de “Prince of Persia. Las Arenas del Tiempo” es sumamente irregular y, aunque está claro que un guión notable no es algo por lo que las superproducciones veraniegas destaquen -salvo excepciones-, en este caso la cosa podría haber mejorado mucho si alguien con cierta experiencia en el género hubiese metido las manos.
Los actores están, en general, bastante bien. Jake Gyllenhaal no me parecía la mejor opción para dar vida a Dastan, y, aunque reconozco que su labor es mejor de lo que esperaba -a fin de cuentas, es un actor estupendo-, sigo pensando que su expresión de estar perpetuamente en la inopia no encaja con la actitud chulesca y desafiante del personaje. Que no todos los actores han nacido para ser Han Solo.
Y a pesar de que pueda estar algo descolocado -tampoco es para echarse las manos a la cabeza-, Gyllenhaal es el maldito Laurence Olivier comparado con Gemma Arterton. Ya mencioné, en la crítica a “Furia de Titanes”, que Arterton me parece irritante; pero es que, tras verla aquí, la palabra irritante se queda corta. La muchacha se limita a pasear su palmito -que lo tiene, eso es indudable-, poner unos mohínes que dejan en ridículo a los de Keira Knightley, y, sobre todo, hablar, hablar, hablar… y ponerte de más mala leche con cada palabra que suelta. El tópico de los dos personajes que pasan del odio al amor en este tipo de cintas puede funcionar estupendamente -y, por la parte de Gyllenhaal, funciona-, pero si en vez de esperar el momento en que dejarán de pelearse para liarse de una vez, esperas el momento en que la apuñalará hasta la muerte para no tener que oírla más, es que hay algo que no funciona. Lo cierto es que la interpretación de la Arterton mejora hacia el final, pero para entonces ya estás tan harta de desear su muerte lenta y dolorosa que ya te da igual.
De Ben Kingsley poco hay que decir: metido en su papel de histrión de la historia (habitualmente como villano, aunque hay excepciones, como “La Última Legión”), se dedica a conspirar, tener un sospechoso parecido con una serpiente, y llevar más raya en los ojos que la misma Cleopatra. Cómo se echan de menos los tiempos de “La lista de Schindler”… Quien sí se hace con el espectador, de principio a fin de su aparición, es Alfred Molina. El británico cumple su función de secundario cómico de forma absolutamente magistral: cada palabra, cada acción, hacen que te partas con él, aunque sea haciendo algo tan absurdo como hablar de los instintos suicidas de las avestruces (juro que esto es cierto).
El resto es, como decía, pirotecnia pura: efectos especiales espectaculares, escenas de acción trepidantes con abundancia de parkour (esa disciplina física de origen francés que tan popular se ha vuelto últimamente en el cine de acción americano), una banda sonora épica pero discreta -cortesía de Harry Gregson-Williams-, y un ritmo incesante que no da pie al aburrimiento. El espectador sale del cine satisfecho, habiendo pasado dos horas en un circo de tres pistas que, sin duda, lo ha entretenido, pero que olvidará en breve; y, sin embargo, sin la sensación de que te hayan robado la cartera, como sí han hecho “Furia de Titanes” o “Alicia en el País de las Maravillas”, por ejemplo. Lo dicho, Jerry Bruckheimer es un tío listo, y sabe que, así, te podrá volver a sacar la pasta en la secuela; y tú pagarás encantado, porque sabes que, al menos, no te vas a aburrir.