Dersu uzala
Dersú es diminuto y redondo. Cargado de años y arrugas. Lleva mucho tiempo viviendo solo en la taiga siberiana. Sus ojos rasgados de cazador mongol desprenden una bondad absoluta. No habla mucho, pero su presencia cercana y el olor del humo de su pipa son suficientes para tranquilizar las almas solitarias en este bosque tan hostil. Para Dersú, el Sol y la Luna son “gente”. Los animales del bosque son gente también; igual que la leña: es gente que podemos oír como se queja si atendemos al crepitar del fuego. Dersú es buena gente.Mi nombre es Vladimir Arseniev, capitán del ejército del Zar, y puedo decir con orgullo que Dersú es mi mejor amigo. No sólo porque me haya salvado la vida varias veces, sino porque me siento unido a él, a su filosofía y a su amor por la Naturaleza. Creo que no debe existir mejor manera de acercarse a la verdad que seguir a Dersú en su sencilla interpretación de la vida. Dersú es el mejor guía que conozco.
Pero he venido aquí para dar las gracias a otra persona de rasgos orientales. Al gran director Akira Kurosawa. Gracias a él Dersú es inmortal.
El realizador japonés se embarcó en el proyecto de ilustrar mis memorias con imágenes en la gran pantalla, justo cuando pasaba por el peor momento de su carrera, cuando acababa de superar un intento de suicidio. Después de varios fracasos comerciales consiguió financiación –de la Unión Soviética- para dirigir la película que le valió el Oscar. Kurosawa se planteó un filme de aventuras, pero sin una estructura dramática convencional. Para ser fiel a mis relatos, se limitó a narrar una sucesión de episodios, algunos con gran carga emocional, y a exponer con sencillez el espíritu de Dersú, y la fuerte amistad que surgió entre el pequeño cazador y yo.

Consecuente con la austeridad de la historia, el director empleó una técnica con predominio de los planos generales. Ideal para subrayar la autoridad de la Naturaleza y lo insignificantes que somos los humanos. En ese mismo sentido, quiso dar importancia a los elementos básicos (el agua, el fuego, el viento), los que Dersú definía como “gente de mucho poder”. De hecho mi secuencia preferida es aquella en la que ambos estuvimos a punto de perder la vida cuando nos sorprendió la noche en un lago helado. Sólo la fortaleza mental y física de Dersú pudo resolver la situación. Y su inteligencia.

A su deterioro psíquico se le unió el físico cuando comenzó a perder la vista. Tuve que llevármelo a la ciudad. Dejarlo en el bosque habría significado su muerte. En mi casa pasamos momentos muy felices. Muy pronto se encariñó con mi hijo –al que le llamaba “pequeño capitán”- y mi mujer lo aceptó desde el primer día. Pero Dersú se consumía entre esas cuatro paredes. No entendía por qué había que pagar por la leña o el agua, por qué no podía montar su tienda en las calles o por qué no le dejaban cazar en la ciudad. Decía que no podía respirar, que echaba de menos el bosque.
Kurosawa expresó muy bien lo que sentía mi querido amigo y concluyó la película dando otra lección más de vida -como hiciera en Vivir (Ikiru, 1952) y en tantas otras cintas-. Por eso le estoy agradecido. Él supo captar la esencia de la amistad. Nunca dudé de que Akira Kurosawa fuera capaz de filmar un alma tan grande y tan limpia como la de Dersú Uzalá.