La pícara puritana
Uno de los más importantes cambios que experimentó la industria del cine con la llegada del sonido fue la transformación de la comedia. En los años treinta, los guionistas se liberaron del corsé de los intertítulos y dieron rienda suelta a un ingenio que parecía desenfrenado. El que provocó que actores y directores fueran progresivamente apoyándose en el diálogo para conseguir que el género llegara a sus cotas más altas en la segunda mitad de la década y principios de la siguiente; era la época de la Screw Ball Comedy (nombre extraído de una famosa jugada de béisbol) o comedia alocada. Aquella que se basaba en situaciones absurdas, repletas de verborrea rápida, con réplicas y contrarréplicas cada vez más ingeniosas y divertidas. La Pícara Puritana es una de sus cintas más representativas y de las de más éxito, la que le valió un Oscar a su director, el gran Leo McCarey.Es una adaptación de la obra de teatro “The Awful Truth” de Arthur Richman, y se trata del mejor remake, con diferencia, de las cuatro versiones que se llevaron a la gran pantalla. El filme se centra en uno de los temas recurrentes de la comedia: la guerra de sexos. En este caso los contendientes son el matrimonio Warriner: Lucy (Irene Dunne) y Jerry (Cary Grant), que se disponen a divorciarse después de salir a la luz mentiras e infidelidades por ambas partes –un profesor de canto que se toma demasiadas libertades, o un falso viaje de negocios, donde el moreno de bombilla no consigue disimular que se ha escapado a otro lugar-. En ese estado de cosas, Lucy decide casarse con un pesado pretendiente, al que no quiere, pero que dispone de millones de razones –y de dólares- suficientes para convencerla. Jerry no soporta la situación y hace todo lo posible para entorpecer la relación. Sus poco eficientes, pero muy divertidas, tácticas son: los celos (fallidos, a quién se le ocurre ligar con una cabaretera); o las continuas apariciones en la antigua vivienda conyugal, motivadas por la resolución judicial de la separación que le da derecho a visitar al… ¡perro!, después de una “custodia” conseguida por Lucy in extremis.
Estructurada en sketchs, la película va in crescendo en intensidad cómica conforme las zancadillas de Jerry van surtiendo efecto. Así, una secuencia donde Lucy intenta demostrar sus dotes como cantante de ópera, es boicoteada por Jerry involuntariamente, en una de las pocas concesiones que hace McCarey al slapstick; o una habitación se convierte en la reunión improvisada de los amantes de Lucy, a medida que van llegando al piso, en otro recurso eficaz del cineasta: el vodevil.

El director consigue su propósito de magnificar el enredo cuando encuadra lo que interesa gracias a una cámara nada estática. El movimiento del objetivo enmarca la puesta en escena que parece surgir de un detallado estudio anterior; preparación que ponemos en duda debido a la conocida capacidad de improvisar de Leo McCarey. Lo que sí parece seguro es el duro trabajo en la sala de montaje, donde la sucesión de miradas y gestos ayudan, y mucho, al éxito del proyecto.
Si el realizador hace un trabajo de altura no es menos cierto que gran parte del mérito en el acabado final lo tiene la soltura en la actuación de los dos protagonistas: Irene Dunne – junto a Carole Lombard y Claudette Colbert mi trío de comediennes favorito- hace su mejor papel dentro del género. Una actriz que vale igual para un roto que para un descosido (excelente en la primera versión de Tú y Yo, esta vez un melodrama, también de McCarey) y que sale airosa del duelo interpretativo junto a una estrella como Cary Grant.

De la elegancia de Cary Grant y de su aptitud para la comedia ya se ha hablado mucho, pero en esta película está especialmente brillante en su ironía y cinismo. Además se beneficia del feeling que surgió entre él y su compañera de reparto y que propició que compartieran cartel en un total de tres largometrajes. Junto a ellos, un elenco de secundarios donde destaca Cecil Cunningham, en el papel de la deslenguada Tía Patsy; personaje ideal para lucimiento de los guionistas –y para su desahogo cuando pueden huir de sutilezas al crear sus diálogos-, con frases que se convierten en dardos envenenados y que, generalmente, cierran la escena con alguna suerte de sentencia demoledora, pero desternillante.