El ladrón de bagdad
El ladrón de Bagdad quizás no sea arte cinematográfico en estado mayúsculo, es más bien una película de aventuras sin muchas pretensiones (pero de gran presupuesto) como las que pueda rodar hoy en día ese actor que… bueno, ya sabéis quién. La gran diferencia es que aquí no tenemos a un tipo que podríamos encontrar cien como él sirviendo cafés, sino a una de las mayores estrellas que haya visto Hollywood: Douglas Fairbanks.
El ladrón de Bagdad fue el culmen de la carrera de Fairbanks. En pleno apogeo de la misma, el actor había dejado atrás las comedias para convertirse en el primer gran héroe americano, un héroe de acción y aventuras. Su carrera durante los años 20 se caracterizó por títulos como La marca del Zorro o Los tres mosqueteros. En definitiva, puro entretenimiento. Y buscando nuevos límites que alcanzar, Fairbanks encontró un filón en Las mil y una noches. Del famoso mito tomó varias historias para producir una película a la altura de su leyenda y figura.
Fairbanks no sólo produjo y protagonizó la película, sino que también colaboró activamente en la creación del guión junto a otros escritores. Para la megalítica producción del film Fairbanks se rodeó de grandes técnicos y profesionales, formando un grupo de especialistas de entre los que emergerían futuros directores, como es el caso del director artístico William Cameron Menzies (que dirigiría el gran clásico La vida futura) o el diseñador de vestuario Mitchell Leisen, que dirigiría la estupenda Medianoche. Los fastuosos decorados y las espléndidas vestiduras atestiguan que Fairbanks eligió bien a sus técnicos, al igual que el director, Raoul Walsh, que no era precisamente un recién llegado.
El ladrón de Bagdad era, como el resto de sus películas de aventuras, un vehículo para las dotes gimnásticas de Douglas Fairbanks. Haciendo gala de su musculatura durante media película, el gran aliciente de la misma es contemplar a Fairbanks triscando de un lado a otro mientras trata de conseguir su premio final, para lo cual tendrá, faltaría más, que pasar por diversas pruebas, como mandan los cánones de los cuentos clásicos. No se echará de menos, por supuesto, al villano de turno, un príncipe mongol que quiere hacerse con Bagdad y sus riquezas usando sus artimañas de villano asiático y a su riquísima espía, una esclava al servicio de la princesa.
El ladrón de Bagdad no es Nosferatu precisamente, y al ser un film mudo puede resultar pesado a ratos, sobretodo al público poco acostumbrado. Desde luego no es un corto de Chaplin, El ladrón de Bagdad alcanza las dos horas de duración, pero ciertamente las partes más flojas son aquellas en las que Fairbanks no está en pantalla haciendo de las suya. Aun así también se puede disfrutar de unos megamelómanos decorados y unos efectos especiales de lo más inocentes, pero que por supuesto en la época causaban mucho más impacto. Con todo, ochenta años después, las escenas de la alfombra voladora siguen aguantando más que bien el paso del tiempo. Eso sí, no se puede decir lo mismo del dragón y del caballo alado… pero que más da. James Cameron podrá crear mundos increíbles, pero con toda su tecnología nunca podrá tener el carisma de un actor como Douglas Fairbanks.
Además de Fairbanks destacan una desconocida Julanne Johnston, a quien Fairbanks eligió como su princesa para la ocasión, y un tal Sôjin que está estupendo como el villano mongol de la historia. Dicen, por cierto, que su personaje inspiró la apariencia del mítico Ming de Flash Gordon. Y para estupenda, Anna May Wong, una de las bellezas exóticas más flamantes que haya podido ver Hollywood. Sencillamente espectacular cual festín libre de restaurante wok.
El ladrón de Bagdad de Fairbanks no es tan popular como el de versiones posteriores (como pro ejemplo la también estupenda de Michael Powell del 40), y ciertamente es un film mudo no apto para todos los gustos, pero cualquier fan de Errol Flynn o David Lee Roth debería, al menos, intentar echarle un ojo a una película de aventuras como ésta. No tiene efectos en 3D, pero tiene a Fairbanks… y a May Wong.