Si la cosa funciona
Otro año, otra película de Woody Allen. Este axioma lleva funcionando sin error mucho tiempo, en lo que empieza a ser todo un record neuronal e imaginativo. Le da igual rodar en Europa, que en América, pero tras su fiasco por tierras catalanas, donde aburrió con su menage a trois entre Bardem, Cruz y Johanssen, ha decidido volver a su casa. Allí, rodeado de sus rascacielos, su barrio judío y sus taxis amarillos, ha vuelto a filmar una comedia de altura. Por fin recupera acidez y humor negro, ayudado (y transmutado en la pantalla) por Larry David, un guionista y productor, creador de la serie Seinfeld, que prácticamente no actúa (dicen los que le han visto que es así de borde, si se lo propone), sirviendo de perfecto vehículo para los chistes de Allen.
En un nuevo ejercicio de psicología hilarante, Woody Allen se centra esta vez en el personaje de Boris Yelnikoff, un genio de la física pagado de sí mismo, con un ego que desborda la habitación en la que se encuentre, sobrado, maniático, pesimista, misógino, irónico, maleducado, hipocondríaco, de lengua afilada y comportamientos autodestructivos del que nos enamoramos a la tercera frase.
Pero un gran personaje principal quedaría cojo si no tuviera un antagonista a la altura, que en este caso tras los ojazos y la sonrisa de Evan Rachel Wood, que recibe estoicamente (cuando se entera la pobre de que la están dejando por los suelos) los dardos envenenados de la retórica del señor Yelnikoff, dando lugar a los mejores diálogos de Allen en años.
Así que tenemos, por una parte a un viejo genio, calvo, ególatra y faltón y por otro a una joven guapísima, inocente y con una falta de un par de hervores para completar el proceso neuronal, que se traduce en una relación sentimental tan atípica e imposible que nos transporta a una sucesión de carcajadas continuas con el más característico sello Allen.
Pero como todo el mundo quiere trabajar con el tito Woody, no le cuesta nada sembrar sus películas de secundarios maravillosos, que bordan y miman las frases que el pequeño neoyorquino firma para ellos, aunque tan sólo les lleven un par de secuencias. Así nos encontramos con la enorme Patricia Clarkson en un doble papel (vamos, un papel sólo pero con una transformación tran enorme y, de nuevo, humorística, que se pueden ver como dos distintos) memorable.
También me parece un verdadero acierto, la patada que le mete el personaje principal a la cuarta pared, hablando al público en unos cuantos (y extremadamente graciosos… me repito en esto, ¿no?) momentos en los que la gente que le rodea lo toma por extravagante o loco, mientras él nos mira con una media sonrisa de superioridad en el rostro mientras nos reitera que es el único capaz de ver el cuadro completo y se tiene que acostumbrar a convivir con una humanidad corta de miras.
Así que por fin recuperamos al Woody Allen que sorprende, tras tres años de películas menos acertadas (por no decir aburridas) confirmando que los viejos humoristas nunca mueren y que la felicidad personal, sentimental y vital en la que lleva instalado bastante tiempo no ha echado por tierra su desbordante ingenio ni su afilada pluma.
Que sea por muchos años.