Cerezos en flor
Parece que Japón ejerce un fuerte magnetismo sobre la directora y guionista alemana Doris Dörrie. Ya en Sabiduría garantizada (2000) Japón se erguía como un faro para los hermanos que hacían un viaje en busca de sí mismos. De manera similar aparece ese país en Las flores del cerezo para Rudi Angermeier, su protagonista, y quizá, de una u otra forma Yasujiro Ozu represente para Dörrie una analogía cinematográfica de lo que cree esencia de la isla. Se lo puede pensar por el rigor con el que sigue las lecciones de su maestro de Cuentos de Tokio (1953), imitándolo todo el tiempo en los tópicos. En las dos películas se trata la vejez, las distancias generacionales, la muerte, la soledad, los padres y los hijos. Pero Dörrie los aborda diferente, por lo menos, en dos aspectos. En lo formal, como si tuviera miedo de jugar contra el maestro en su terreno, la cámara digital se hace más liviana que nunca y sigue a los personajes de acá para allá. La otra diferencia aparece a mitad de la película, cuando se embarca en zonas oscuras que Ozu no intentó pisar. El director japonés termina la suya con un plano del viejo, sentado en su casa de provincia con la mirada puesta en la soledad con la que va a enfrentar el resto de su vida ahora que ha perdido a su mujer. El viejo de Dörrie, en cambio, luego de haber sufrido la misma perdida, hace un viaje y lleva consigo lo que eso significa para un occidental: viajar para volver transformado.
La directora aporta su palabra por encima del hombro del maestro y nos lleva con su personaje a pasear por Tokio en busca de un encuentro espiritual con la esposa recientemente fallecida. El viejo alemán de Dörrie no queda estático, es un viejo de acción. Pero antes de eso, antes de perder a su esposa, era un hombre de provincia, muy simple y puntual, que se disponía a pasar los años inmerso en la rutina junto a Trudi, su mujer. Hasta que los médicos le dicen a ella que a su marido le queda poco tiempo de vida. Entonces, sin decirle nada acerca de la enfermedad, ella insiste en ir a visitar al hijo que vive en Tokio, pero a él le parece demasiado lejos y deciden visitar a los hijos que están en Berlín. Como pasa en Cuentos de Tokio, como pasa en oriente y occidente y en todos lados, entre los hijos y los padres se ha extendido un abismo inmenso. Pertenecientes a tiempos y espacios diferentes, no se encuentran cómodos con la visita de sus padres, no los entienden y se los sacan de encima sin demasiada elegancia. Cuando notan que no son bienvenidos escapan al mar, y allá, ella muere de forma imprevista, con la fugacidad que señalan las flores del cerezo del título.
Ahí, donde termina Ozu, empieza Dörrie. Trudi había sido bailarina de butoh durante su juventud y siempre ansió conocer Japón; cuando paso a mejor vida, el viudo sintió que podía fundirse con su espíritu en ese país. Así, sin conocer el secreto de su enfermedad, empieza el viaje de transformación de Rudi y, como en todo viaje, se le imponen obstáculos en el camino. Acá se trata, por ejemplo, de un hijo con problemas psicológicos irresueltos que le cuelga al padre un cartel gigante con su dirección y teléfono para que no se le pierda. O de ser viejo en un mundo moderno. Cosas que ponen un poco en ridículo al personaje y, por momentos, también a la película. Con cierta liviandad, las trabas que se interpongan en el destino místico de la pareja se van a poder sortear de la mano de una amiga japonesa, un par de clases de butoh y un monte Fuji despejado de nubes.
Cuando más me gusta Las flores del cerezo es cuando más se parece a Cuentos de Tokio: cuando se encarga de la vejez y de las relaciones paterno-filiales sin ir más allá de eso. Y aunque Dörrie nos entrega bellos momentos con esos planos de la naturaleza que suavizan el film y mantiene una excelente tensión hasta que Trudi se lleva el secreto de la enfermedad a la tumba, en general, la película se pierde en ambientes casi “new age” que resultan, en ocasiones, bastante postizos.
Alguna vez, Yasujiro Ozu ironizó sobre los críticos de Europa y Estados Unidos que hablaban de su obra: “Cada vez que los occidentales no entienden algo, simplemente creen que es Zen.” Quizá no sólo le apuntaba a la crítica, también estaba anticipándose a Las flores del cerezo.