El topo
El Topo (1970) constituye un ejemplo de cine que perdura en el debate entre aficionados más por la controversia generada alrededor de la idiosincrasia de su autor que por los rasgos propios de su lenguaje, los cuales pueden ayudarnos a concretar un ámbito que sirva de referencia. En primer lugar, cabe decir que esta película pertenece a una corriente crítica que situó las sensaciones en el centro de la creación fílmica. Las sensaciones son la primera nota de un lenguaje que articula un discurso relativamente homogéneo, pero en última instancia El Topo habla mediante la desaforada bizarría que atraviesa sin titubeos toda la secuencia, desde el primer al último plano. No obstante, ese desenfreno en la creación de contornos específicos no supone un relato virado hacia el absurdo de forma exclusiva, ya que dicho relato sigue el esquema clasicista del héroe en la épica convencional del western ( y esto puede resultar sorprendente al descubrir una estructura absolutamente convencional, a la que se le añaden presupuestos referentes a la alegoría ). Es, al fin y al cabo, la historia del jinete que sufre un proceso de transformación hasta el momento resolutivo en el que éste cobra una dimensión sobrenatural en el momento de la venganza , en este caso el justiciero que protege a un grupo de tullidos y seres deformes que habitan bajo tierra con la esperanza de un salvador como pudiera serlo John Wayne en varios de sus personajes, o el Clint Eastwood de Unforgiven o Pale Rider. Valgan solo como meros ejemplos. Esta característica ejemplifica una vez más la amplitud del western como espacio y textura capaz de acoger elementos dispares. Aquí tenemos un repertorio de clichés propios del underground que se exhiben de forma efectiva, pero no cabría atribuir el mérito al genio de Alejandro Jodorowsky, sino a la ambivalencia inherente al western, un género seminal que parece contener en potencia a todas las posibles aventuras a desarrollar.Por tanto, la participación de Jodorowsky en el valor creativo de la obra consiste en su desconcertante provecho de un esquema legendario que le permite un subrayado de sus creencias, fobias y filias personales , sus pensamientos en torno a la soledad, una cierta amargura existencialista, el eros y el el thanatos y, en suma, una visión del camino iniciático que se compone de formas y contornos procedentes de doctrinas “new age” , citas bíblicas, Tao y Zen, la literatura de Carlos Castaneda, y un largo etcétera en una composición temática deslavazada que se hace coherente en su delirio. La realización de Jodorowsky viene marcada por sus vínculos al mundo circense y a los submundos de la cultura, un mero aglutinador de rarezas y encuadres que no pueden cumplir otro objetivo que el de epatar al espectador mediante la extrañeza de las imágenes, a menudo sapilcadas de un sentido del humor bastante volátil. Mucha exhibición y muchos enunciados de panfleto pseudomístico, pero la lírica y el desarrollo no son un logro cinematográfico, sino un consecuente arbitrario que queda a merced del gusto y de las inclinaciones filosóficas de cada invividuo. Se le supone una pretensión de crítica social y sátira a ciertos estamentos del poder, pero en realidad la película es un jolgorio de un cineasta llevado simplemente por su libertinaje.

Si nos remitimos al lenguaje y a la Imagen construida, vemos un estilismo que sigue las convenciones impuestas por autores como John Ford o Sergio Leone. El primer fotograma de la película nos remite a un Spaguetti-western, el encuadre es funcional, el paisaje responde a ese ámbito, pero aparecen principalmente dos elementos (un jinete que sostiene un quitasol, acompañado por un niño desnudo)que son la consigna del particular universo en el que se mueven. Lo mismo cabe decir del último fotograma. A modo de conclusión, la Imagen de Jodorowsky es efectiva si atendemos a su rutinaria caligrafía, la cual es una mirada fiel al canon que sin embargo quiere construir una poética propia a cuento de sus elementos extravagantes, y exhibir violencia como un medio hacia el valor redentor de la muerte o sacrificio. Si atendemos a ese espíritu bizarro que marca el ritmo de las sensaciones – atravesando toda la secuencia – la Imagen entraría en la categoría de lo excepcional. Predomina, finalmente, el exhibicionismo de una mente inquieta, de un payaso metafísico (Sánchez Dragó dixit) y de un perfecto prestidigitador que encontró su época en aquellos años setenta de la contracultura.