Ibrahim, musulmán que regenta una tienda de barrio abierta a cualquier hora del día se convertirá en el maestro de Momo, le enseñará el valor del amor –el amor no se compra con 30 francos– y el de la amistad. Aquí tenemos la primera parte de una película que sorprende por la sencillez y color que traspira. De pronto vemos que la vida de Momo nos interesa, su padre biológico le abandonará y en la soledad y, como acto vengativo, venderá toda la literatura que pueblan los estantes del hogar y se lo gastará en conocer al dedillo a todas las mujeres de la calle que acabarán por cogerle cariño. Tenemos ante nosotros a una historia con matices adversos, tierna pero a la vez triste, dulce por el día y amarga por la noche, elegante como un sombrero y a la vez melancólica como un cumpleaños olvidado.
Los actores nos hacen olvidar que están interpretando y la realización es capaz de enviarnos las notas de color que recorren un barrio en pleno proceso efervescente, pero entonces ¿qué es lo que falla en esta idílica película? Pues la segunda parte, Ibrahim y Momo se convierten en uña y carne, y todo pierde su esplendor. Se sumergen en un viaje para el aburrimiento hacía tierras turcas –es la primera vez que encuentro un turco que piropea a los griegos, inaudito–. A parte de esto, la clase de amistad y amor se convierte en una pesada y densa clase teológica que no interesa a nadie y acaba por rasgar una película que de haber seguido su rumbo se hubiera convertido en una obra perdurable.
Lo mejor: El reparto y su primera parte.
Lo peor: El viaje a ninguna parte que destroza lo anterior.