Sin construir una obra memorable, Ron Howard se las apaña esta vez para que nos quedemos dos horas y cuarto pegados al asiento pestañeando dos o tres veces

★★★☆☆ Buena

Ángeles y demonios

Gran parte de las veces, el disfrute de una película viene enmarcado por nuestro pasado. El ambiente cinematográfico en el que hayamos crecido, el género que más hemos visto de canijos, lo que nos guste leer y a quién o nuestras propias vivencias van formando nuestro carácter fílmico. A nivel más local, centrándonos en una película concreta, también determina nuestro acercamiento a ella lo que opinemos del director o los actores (si los conocemos), si hemos leído el libro en el que se basa en el caso de tratarse de una adaptación y, en el caso de las segundas partes (esas que dicen que nunca jamás fueron buenas, argumento consistentemente desmentido por James Cameron o Pixar), nuestra opinión sobre su antecesora.

En “Ángeles y demonios” se juntan varias de estas premisas. Se trata de una adaptación de la novela del escritor palomitero (dicho esto sin un ápice de desprecio ya que me encanta el cine y la literatura palomitera, si consigue atraparme) Dan Brown y es una secuela de la película “El código DaVinci”, que cuenta con el mismo director y actor principal (aunque en realidad, “El código DaVinci” era secuela de “Ángeles y demonios” en los libros, lío producido por el oportunismo de las adaptaciones y que en realidad no importa un rábano).

Una vez situados en el contexto objetivo, vayamos al subjetivo, es decir, lo que me provocó toda esta avalancha de códigos, secretos, misterios y revelaciones, parte donde podéis empezar a ponerme a caldo por mis gustos de todo a 1 euro.

En su momento me sumé a todos los “metrolectores” (especímenes que se sientan en los vagones del metro escondiéndose tras la misma portada en un espacio de tiempo concreto) que devoraron “El código DaVinci” y me dejé atrapar por su narración. A continuación me zampé en un abrir y cerrar de ojos “Ángeles y demonios” y “La conspiración” y fue en este punto cuando empecé a intuir un patrón demasiado definido en el escritor (empezaba a descubrir quién era el culpable en las diez primeras páginas y eso le quitaba emoción) y di por concluido mi affair con su obra, al menos por el momento, antes de que empezase a empacharme.

A continuación, los telediarios se inundaron con la trifulca que se armó entre la iglesia católica (que salta a la mínima que le rocen la sotana, como un kinki en hora punta) y Tom Hanks, Ron Howard y compañía, que osaban llevar a la pantalla grande las ideas que había plasmado Brown en el libro (que si Jesús tuvo hijos, que si la virgen no era tan virgen, que si María Magdalena no era de la Bella Easo… ¡como osan!) y acudí a una sala de cine como la polilla a la bombilla de tungsteno. El resultado no pudo ser peor. Una historia deshilachada, mal contada, larga y sin ningún tipo de emoción me hizo salir con los hombros caídos del cine.

Pero como soy el único animal de bellota que tropieza con la piedra cada vez que me la ponen en letras grandes y luminosas en la cartelera, pues allá que he ido a ver la nueva adaptación y, será porque ha habido mayor distancia entre la lectura del libro y el estreno de la peli, será porque acudía con menores expectativas, será porque hacerlo peor era un reto demasiado difícil de conseguir o será porque han dejado un tiempo algo mayor al guionista para desarrollar el guión sin que tenga que desgastar sus huellas digitales dándole al teclado día y noche sin descanso, esta vez me ha gustado bastante más.

El argumento es simple y acata voluntariosamente las “normas Brown”. Misterio misterioso convenientemente manipulado que se ha perdido en el tiempo y reaparece para darle la vara al listo Robert Langdom (los Illuminati), un puñado de personajes que pueden ser los responsables del galimatías (sin mayordomo, para no dar pistas), una carrera contrarreloj que acelera la acción y dispara la emoción y una especie de mapa del tesoro que el protagonista tendrá que ir desentrañando, mientras se ve envuelto en trampas mortales de las que tendrá que escapar con su ingenio.

Todo esto, ya lo teníamos en “El código DaVinci”, pero donde allí discurría a saltos, de forma esquemática y atropellada, en “Ángeles y demonios” fluye con mayor facilidad. Sin construir una obra memorable, Ron Howard se las apaña esta vez para que nos quedemos dos horas y cuarto pegados al asiento pestañeando dos o tres veces, las mismas que contenemos el aliento para ver cómo se las apaña el experto en simbología para pasar a la siguiente fase del juego.

Todo el mundo debería saber lo que puede esperar de un título de estas características (y si no, me lo preguntáis, que para eso estamos, para repartir sabiduría) y que no se le pueden pedir boniatos al limonero. Con esta idea en la cabeza y las papilas gustativas preparadas para el sabor, en esta ocasión el maître nos sirve lo que hemos pedido, ni más ni (afortunadamente) menos.

publicado por Heitor Pan el 27 mayo, 2009

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