Watchmen
Ya en la muy sobredimensionada 300, Zack Snyder dejó muy a las claras su querencia por lo visual y lo estético antes que por lo narrativo. Vamos, que estaba dispuesto a sacrificar la historia en pos de ofrecer unos deslumbrantes, elaborados y muy meritorios fuegos de artificio.
Y eso es lo que es Watchmen, la esperadísima adaptación de las novelas gráficas de Alan Moore y Dave Gibbons: puros fuegos artificiales, tan espectaculares como vacíos. La secuencia inicial y los títulos de crédito que la siguen ya dejan bien patente que el film destaca por su gran virtuosismo técnico y por la poderosa y muy personal estética de su director. Una vez destacados los únicos puntos positivos de la cinta, llega la hora de afilar los cuchillos y comenzar la sangría. Watchmen es una película pretenciosa y muy grandilocuente con alguna leve aspiración social (el retrato de esos Estados Unidos alternativos no deja de ser curioso, pero no hay que hacer un drama existencialista de una simple anécdota que sirve de mero trasfondo) y unas ínfulas metafísicas y filosóficas totalmente absurdas y fuera de lugar. La historia, simple en su concepción, está mal planteada y peor contada, lo que unido a su caótica y errática narración, se traduce en que uno no sólo pierde interés por la trama, sino que acaba profundamente aburrido. Al final, se termina con la desagradable sensación de haber sido testigo de una serie de sucesos de los que no te han explicado sus razones de ser. Los actores cumplen, aunque por encima de todos destacan Jackie Earle Haley y Patrick Wilson.
En pocas palabras, y para resumir, Watchmen no es más que un espectáculo visual bien construido y muy cuidado, grandilocuente, pretencioso, aburrido e interminable.