Vals con Bashir
¿Frikismo o experimentación? Pues depende del punto de vista, pero si me dicen hace 15 años, cuando veía cómo el “Chuache” repartía guantazos o las aperturas de patas de Van Damme, que iba a pagar por ver en el cine un documental israelí de animación en versión original sobre la guerra del Líbano, probablemente me hubiera partido de risa en la cara del adivino. Si encima me hubiese asegurado que me iba a gustar, probablemente hoy no estaría aquí escribiendo esto por haber muerto a consecuencia de la falta de oxígeno en el cerebro, de las carcajadas.
Aunque, bien pensado, si de peque disfrutaba con una obra tan rompedora, extraña y poética como “Fantasía”, de Walt Disney, el salto hacia la peli que hoy trato tampoco es para tanto. ¿Llevaba ya el frikismo en mi mapa genético? ¿El “gafapasta”, nace o se hace?
Dejémonos de psicología para tarados y vayamos al lío.
La película es un vehículo para que Ari Folman, su director y guionista, exorcice los demonios que le rondan desde que, a principios de los ochenta, le tocara hacer la mili durante la guerra del Líbano en el ejército israelí. Por aquel entonces, se produjo una sangrienta matanza en Sabra y Chatila, en la que centenares de refugiados palestinos murieron a manos de las armas israelíes. Se supone que Folman coincidió en el espacio y el tiempo con este deplorable episodio, pero su mente ha bloqueado cualquier imagen relativa al hecho. Tan sólo pequeñas fotos mentales de una playa, unos cuantos compañeros en el agua y poco más.
Hace mucho tiempo que no ha pensado en esta laguna en su memoria, pero la conversación con un amigo, en la que le relata un extraño sueño, en el que es perseguido por 26 perros, inicia un viaje por sus recuerdos. Las entrevistas con otros compañeros presentes en el ejército aquella época, servirán como guías hacia el descubrimiento.
El planteamiento del director intenta un acercamiento a la catástrofe desde la exposición, más que desde la denuncia. No se posiciona ideológicamente, ni siquiera moralmente. No son necesarios discursos para demostrar que la guerra es una característica estúpida inherente al ser humano, ni el hecho de que asesinar a sangre fría personas indefensas es una aberración. Ari Folman se limita a dejar hablar a sus interlocutores, permitir que fluyan sus miedos y plasmar sus palabras en dibujos, a veces puramente oníricos, a veces crueles, pero nunca buscando la parte morbosa de sus historias.
Los dibujos, a caballo entre el formato flash, la animación tradicional y una pizca de 3D, le sirven a Folman para poder acceder a las ensoñadoras imágenes que los entrevistados tienen en su cabeza, mundo al que, por medio de la imagen real, hubiese sido incapaz de introducirse. Asimismo, los tonos cálidos y las metáforas visuales sirven para distanciarse de un hecho tan crudo como lo es cualquiera relacionado con una guerra, centrándose más en la psicología de los personajes y sus laberintos mentales que en sucesos concretos, a los que podríamos acceder a través de cualquier hemeroteca, o tirando de Mr. Google.
Tan sólo en los últimos segundos de la cinta, la animación deja paso a unos instantes de realidad, en el momento en el que la urna que mantiene las imágenes de la tragedia aisladas de las neuronas que pueblan el consciente de Folman, estalla vertiendo todo el horror, la impotencia y la tristeza de un nuevo sinsentido en la historia de una raza de la que, en ciertos momentos, dan ganas de darse de baja de forma irrevocable.