La historia se hace de pequeños momentos, de vidas cotidianas, de intrahistoria. Así lo sentimos en esta película que trata de los grandes temas de nuestra vida, el tiempo, la muerte, el amor. Y lo hace a través de una vida curiosa y original y que sin embargo se nos antoja cercana y creíble. Es la de Benjamin, que nace octogenario durante la primera guerra mundial y a medida que crece va rejuveneciendo, en una paradoja que desafía las leyes de la naturaleza y a la vez no puede escapar de ellas. Porque el protagonista nace viejo, pero va creciendo y recorriendo inversamente todas las etapas vitales. Lo único que no varía es el punto final, la muerte.

Benjamin no solo desafía las leyes temporales desde el nacimiento, sino que además su infancia transcurre en el seno de un asilo de ancianos, con lo que va observando cómo todos van desapareciendo mientras él se vuelve cada vez más joven. Es perfecta la escena en que comienza a caminar, simulando un milagro, porque empezar a caminar y a hablar es un prodigio en nuestra existencia. Todo en su vida es milagroso y diferente: su madre, que lo acepta desde el principio sin ningún prejuicio, la relación con el padre y la emotiva escena en la que Benjamin acompaña a su agonizante progenitor a la puesta de sol, sus andanzas en el mar, su primer amor. Y después, su gran amor, la descripción de las etapas del enamoramiento, primero la fascinación por la niña, después el deseo hacia la joven, luego la convivencia con la mujer y, finalmente, el olvido hacia la anciana. Porque Benjamin, al hacerse cada vez más “viejo”, en la piel de un niño, va perdiendo la memoria y ya no se acuerda ni siquiera de la mujer a la que tanto quiso. El único momento en el que los protagonistas se igualan en su periplo cronológico es la madurez de su amor.

 

Y, como marco de estas vidas singulares, un siglo de acontecimientos históricos que terminan con la amenaza de Katrina en Nueva Orleans y está lleno de otras pequeñas historias y detalles, la mujer que tocaba el piano, la nadadora, el fabricante de botones, los relojes…

Al igual que en Los puentes de Madison, la historia de amor se reconstruye mediante la lectura de un diario, y es la hija quien descubre los recovecos del alma materna.

La película es una historia en la que el comienzo y el fin se invierten, aunque las vidas de los protagonistas siguen una dirección paralela, confluyen en un momento temporal y después se alejan, demostrando que aunque el camino empiece por el final, la meta siempre es la misma.  

publicado por Ana Alonso el 16 febrero, 2009

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