Flame y citron
La corriente histórica del cine de qualité europeo engendra de cuando en cuando algún producto de fácil digestión, sazonado al punto de una narrativa férrea, modesto dibujo de psicologías y un justito condimento estético propio del thriller, el género más dúctil para encauzar revisiones de tiempos y batallas. Un pródigo Paul Verhoeven retornaba hace poco hacia las escarpadas sendas del pasado de su Holanda natal y se atrincheraba en la aventura bélica de canónica factura. En EL LIBRO NEGRO (2006) nada deslumbraba, pero el cúmulo de sucesos atropellaba un relato adocenado, consumible sin resaca de terceras lecturas, hecho por y para el disfrute del personal. De paso endosaba un rango autorial a lo que no dejaba de transpirar sudores de telefilme, bien orquestado y exento de vanidad.FLAME Y CITRON cambia Holanda por Dinamarca, pero el trasfondo sobre el que orbita su argumento tiene los mismos colores de infamia, idéntico hedor a pólvora, iguales dimensiones de tragedia. También se empareja con la de Verhoeven en su concepto del relato asumido desde lo

Da mucho juego el marco intrigante de un nazismo fantasmagórico, cuyos tentáculos riegan de vísceras las frías callejuelas, los sombríos esquinazos de la vida. Ole Christian Madsen pulsa con solidez las teclas de la memoria pero no se arrima al documento historicista ahogado en pretensiones. Apenas se intuye en su película un ánimo por sentar cátedra, adoctrinar o escorarnos a ideologías mascadas. Prefiere el danés contornear sus criaturas y darles entidad desde ese escenario teatral, ceniciento paisaje que

Uno podría equivocar el juicio sobre el film, dejarse arrastrar por erradas sensaciones de mecánica en la forma de relatarnos la fábula atroz. Insisto en que Verhoeven se destapó los aires de trascendencia y abogó por la desnudez formularia aunque efectiva de su crónica de espionaje. Lo mismo sucede en uno de los títulos que -es un presentimiento- mayor desprecio sufrirá en taquilla.
Si en un principio se acerca al precipicio del estereotipo y la marioneta sin alma, a los márgenes difusos de una hagiografía descafeinada imbuida de una falsa (y cómoda) épica, salva los muebles el director haciendo acopio de un sobrio discurso formal, un respetable empaque artístico como respetuoso es su exorcismo de espectros e ilusiones del pasado. A algunos parecerá gélida, incapaz de dar calor al torbellino pespuntado sin apenas tregua, sin que la morosidad empañe el ritmo.
Lo mejor: La precisión narrativa. Su férreo esqueleto ético. El rechazo del monolitismo épico. Que parezca cine comercial y no lo sea.
Lo peor: Que se ignore, desprecie o condene por despertar esos viejos fantasmas tan del gusto del cine europeo.