Las horas del verano
No será la última vez que venga este cine vocacionalmente autorial -de nuevo cosecha francesa- a vueltas con la familia. Pocos recintos humanos tan propensos a la disección lúcida, otras veces sólo al discreto surtido de dialéctica enrojecida, silencios, adhesiones. Si hay suerte y la escritura hace honor al conflicto que se muestra, los miembros reunidos pueden experimentar una especie de catarsis emocional que traspase la pantalla hasta calar en el espectador. No es imprescindible confesarse discípulo de Bergman o Woody Allen para que una óptica intuitiva -extensible al rigor narrativo- riegue los cauces por los que hacer discurrir el casi siempre jugoso tapete de reproches y demás lindezas. Es ardua tarea, pero basta esquivar los baches discursivos, usualmente asociados a la sobredosis de intelectualidad.
Olivier Assayas se ajusta a un patrón intimista confeccionado con base en el diálogo, armazón desde el que levantar el drama familiar. Y declara sus intenciones nutriendo de verborrea el encuentro campestre del prólogo, nada original festín de afectos sobrevolados por los espectros del pasado. A partir de ahí se destapa una historia de legados artísticos e incesto oculto, dato que sí podría elevar el peso dramático de un conjunto finalmente desequilibrado. Y es que encuentro poco estimulante la premisa que irá revelando la madurez afectiva y fraternal de los tres cuarentones tras la muerte de la matriarca. La sombra de esa figura -inmortalizada en la mansión sólida, omnipresente- sirve al director para ensamblar propósitos de análisis no siempre capaces de generar auténtico choque emocional -en quien asiste a la función, se entiende-. Gran lastre si tenemos en cuenta que es casi lo único que justifica este tipo de propuestas.

La película de Assayas explota la elipsis temporal como marca del trayecto, es el recurso que permite encadenar encuentros de ritmo desajustado, lindantes con el aburrimiento. Insisto en la exigencia de un manto de conexión entre el texto y el público, aquí tan ligero que sólo el personaje de la madre -si me apuran, el de la vieja ama de llaves- perdura. Lástima que sea breve. Todo lo demás articula un viaje entre pasado y presente desabrido, falto de sangre, una elegante exposición de encrucijadas ante la vida adulta que no logra traspasar. En ningún momento recibí el calor previsible en un

Lo más memorable en un tibio y algo fallido recuento de opciones vitales con sus frágiles lazos afectivos. Los recuerdos (y nuestra buena disposición) hechos retales, mientras una casa -todo su mobiliario de infancias, su impulso creativo, sus secretos alfombrados- sigue resistiendo las embestidas del tiempo.

Lo mejor: El intento por dotar de cierto lirismo al viaje entre pasado y presente
Lo peor: Que dicho intento no cuaje