Quemar después de leer
QUEMAR DESPUÉS DE LEER
EL JUEGO DE LOS IDIOTAS
Antes de que la irreprimible tendencia al desvarío que adorna a este columnista lo impida, vayamos al grano: hacía mucho tiempo que uno no se lo pasaba tan bien con una película. Y esto, además de ser algo tan difícil de encontrar en el cine actual como la capacidad de síntesis en un servidor, es lo más importante. Después viene el prescindible análisis, los argumentos del crítico y la verborrea que explique, con mayor o menor atino, por qué uno se ha reído o disfrutado como un enano con la cinta de los Cohen. Vamos, que comparar el sano regocijo que uno sintió durante la hora y media de proyección con el texto que tienen delante, es algo así como pretender que un beso sea igual de excitante que los versos que lo cuentan.
Quemar después de leer es una virtuosa y sutil disección del idiota, un espejo que deforma la inherente estupidez del ser humano hasta devolvernos el reflejo exacto de nosotros mismos, ese que desvela con retorcida claridad nuestra condición de monos con pretensiones. Que los hermanos Cohen son unos cineastas tremendamente talentosos y originales, ya lo sabíamos. Su filmografía rebosa de perturbadores ejercicios de estilo y de disparates deliciosamente cómicos. Su trabajo es tan magistral a la hora de conformar con exquisita precisión la arquitectura del argumento y los personajes que lo habitan, como en su depurada forma de utilizar la imagen y los resortes que articulan la narración cinematográfica. Su forma de rodar surge del profundo conocimiento y la indisimulable admiración que sienten por el cine clásico. Pero lo que, definitivamente, ha hecho que su obra sea imprescindible para entender el último cine americano, es la personalidad y el inteligente sentido del humor con el que tiñen ese sólido armazón.
Nada más, pasen y vean. Y ríanse, pero sin dejar de usar el cerebro para ello.