Diario de una ninfómana
Al entrar en la sala y observar el paisaje humano que asistía a la proyección de Diario de una ninfómana, uno sintió por un instante como si, en realidad, hubiera traspasado un pequeño túnel del tiempo para aterrizar en la década de los setenta, en uno de esos cines de barrio que emitían películas pseudoeróticas y clasificadas S. Y es que los cinco o seis tipos solitarios que se repartían entre las butacas podrían ser los mismos (incluido un servidor) que hace treinta años veían Enmanuelle (1974), cobijados bajo el tentador y turbio aroma que desprende el pecado. Una sensación de cierto erotismo impostado y superficial que este espectador no logró sacudirse durante toda la proyección y que, además, ya no esconde ni el misterio ni la revelación de aquellas otras imágenes pioneras en escandalizar o iluminar los deseos más ocultos (según fuera el caso) del personal. Porque esta correcta y banal cinta es exactamente eso: una versión actualizada de aquellos filmes.
El argumento pretende contarnos el viaje interior de una mujer atractiva, culta y burguesa que vive atrapada por el deseo irreprimible de practicar sexo, algo que le causa muchos y dolorosos problemas a la hora de encontrar el equilibrio personal y social. Pero el espectador nunca siente la menor empatía ni por ella ni por el resto de los personajes, porque no se los cree y porque una narración arrítmica y superficial le sitúa ante situaciones que no acaba de comprender. Así observamos, con una enorme distancia, como a esta mujer se le muere su abuela, como se tira con una fogosidad agotadora a todo hombre que pasa por su vida, como pierde el empleo, como se enamora del tipo más mezquino de la ciudad y como termina canalizando sus ardores en un burdel hasta que, por fin y no se sabe muy bien por qué, encuentra la paz de espíritu. Aunque el problema no está en la dirección de Christian Molina ni en su planteamiento estético, sino en la insustancial base literaria de la exitosa novela de Valérie Tasso, un texto que no da para más.
Además, con franqueza y siendo consciente del recochineo socarrón que provocarán estas palabras, uno ya ha alcanzado esa edad en la que prefiere un buen cocido a un buen polvo. Claro que, también es posible que haga como ese otro tipo de la canción de Javier Krahe que no se come un rosco y se consuela repitiendo aquello de: “no todo va a ser follar”.