Red de mentiras
Nunca fui entusiasta de Ridley Scott, tanto que la crítica babeaba en los 80 con sus vanguardismo estético sin precedentes. En mi estante de joyas en dvd se encuentran sus obras maestras indiscutidas, las irrefutables piezas de un autor esfumado entre polvaredas de taquillaje complaciente y un punto mediocre. Aún así, no está en el cofre de mis delicias, y supongo que se le pasó el arroz para ello. Caso canónico de lo que pudo ser y no es, el británico parece dispuesto a emular a su hermano, el pequeño Tony, siempre denostado por su epidérmica visión de las historias, por la pompa, el ruido y un enfermizo aire de grandilocuencia que desarma todas sus buenas intenciones. Poco tiempo hace de la epopeya gangsteril de Ridley que lo congració con el sector menos amable del comentario cinéfilo. Recuerdo mi impresión relativamente buena ante un relato que jamás admitiría parangón con ciertas maravillas de sombreado épico indiscutible, aunque hubiese quien cometiera la imprudencia.Es muy goloso hincar las fauces a asuntos de calibre como el que nos cuenta RED DE MENTIRAS, por varias razones. La excusa dramática no puede ser más oportunista, ya lo viene vomitando el (des)orden político de los últimos años.
No voy a rebajar méritos de gramática visual a
Casi tanto podríamos decir de este dispositivo volcado hacia el puro entretenimiento. No busquemos ahondar en los personajes, figuras contrapuestas para que la maquinaria aromatizada de patriotismos varios funcione. Algo se apunta sobre su concepto de la vida, su manera de afrontar la realidad -también en AMERICAN GANGSTER (2007)-, pero el perfil se antoja breve. El guión cataloga nombres, lugares, sucesos, y se habría decantado por reflexionar sobre el alcance de las grandes decisiones, ésas que desestabilizan el buen curso del mundo. Y uso el condicional porque no es Fernando Meirelles -es un ejemplo- quien coge la cámara.
Lo demás que se le presupone a un cine radiográfico -altura combativa, análisis certero, espíritu noble- se desvía hacia el retrato del héroe mercenario integrado en la cultura árabe, desengañado con el monstruo yanqui, dudando de su mesianismo estomagante. Retrato ligero, eso sí, que al menos no acentúa el maniqueísmo de otras propuestas. Ya se encarga Scott de maquillarlo con el brío del espectáculo y el diseño. Ahí están Di Caprio y Crowe, hombre de acción y hombre de despachos, arremolinados bajo sus diestras, pocas veces brillantes, manos. Echando los restos en beneficio de la humanidad -frase elocuente la que dice Crowe a su esposa- en esta nueva era de (des)información globalizada, de terrores canalizados vía satélite y colgados en youtube. Me temo que en arrogancia no hay quien gane al cine norteamericano cuando mete la zarpa en tierras de Alá.