Los años desnudos Clasificada S
Tendrá esta excelente película la desfortuna de sufrir una condena popular guiada por el tópico y la mala baba. Se cebarán sobre ella juicios ignorantes centrados en un equívoco cartel, o en lo discutible de contar con un personaje tan connotado como Mar Flores como punta de lanza. Recibirá la esquiva arrogancia del que ignora el cine patrio, y que ahora se acomodará en su estúpido rechazo con más razón (si cabe) que otras veces. Pero el tiempo (espero) dictará su justa sentencia hasta elevar la nueva obra del tándem Dunia Ayaso/Félix Sabroso como uno de los más inteligentes, lúcidos y descorazonadores diagnósticos de nuestra sociedad, ésa que andaba en pañales allá cuando los rayos de un tiempo nuevo bañaban las tinieblas de este santo país.
Porque tiene mucho de radiografía histórica LOS AÑOS DESNUDOS. CLASIFICADA "S", pero hace y cuenta la pequeña historia de un grupo de individualidades para hablarnos de la gran épica de todo un país en trance. Cine que nos habla de un cine y de un tiempo de cambios. El denostado paréntesis artístico que inauguraba nuevos modos de expresión, el insólito renacer de nuestra España posfranquista visto
desde la óptica de tres chicas (mujeres, como se encarga de apostillar Goya Toledo) aspirantes a un mismo sueño de triunfo y libertad. En pos de la estela que dejó el magnífico debut de Pablo Berger, TORREMOLINOS 73, esta fábula agridulce destila buen cine a borbotones. Bueno por sumar a su irreprochable factura uno de los cantos de humanidad que a este cronista venía haciéndole falta desde hace meses, más si recordamos la catatónica bandeja de estrenos nacionales. Bueno y digno por hacer análisis sin enfangarse en lo discursivo, por elaborar un retrato generacional armado de sutileza, candidez y aroma melancólico sin la peste de lo rancio. Ejemplo de cine soberbio, memorable por pincelar las ilusiones y los fracasos de tres actrices del destape incrustando sus vaivenes emocionales, familiares y sexuales en mitad del entorno social en tránsito. La inteligencia, el ácido sentido crítico, el diálogo cáustico y una
ternura que esquiva la condescendencia acaban moldeando un relato más profundo y conmovedor de lo que ojos (aún más, actitudes) simplistas puedan presuponer.
Mucho han evolucionado los directores a nivel técnico desde aquel exabrupto vodevilesco, un punto casposo, rociado con gotas de thriller de corrala cañí (PERDONA, BONITA, PERO LUCAS ME QUERÍA A MÍ). Su última pieza de arquitectura tragicómica, DESCONGÉLATE, se tiznaba de azabache en una reelaboración del género negro con flecos de ironía gamberra muy de barrio, el desenfado y lo grotesco empañando una intriga criminal tan irregular como atractiva. Pero la experiencia, o será la pulsión creativa,
ha hecho que esos cimientos de amargura sirvan para erigir aquí su película más redonda, donde las aristas dramáticas quedan al recaudo de una lima afilada y mordaz. Las formas, de nostálgica belleza y precisión, enmarcan la astucia del fondo narrativo cuidado al detalle, ajeno al despropósito o la salida de tono, un contenido desolador con personajes dimensionados a golpes de hilaridad y cinismo, de mirada cálida y respeto, de hondo vitalismo y algún retazo tímido de piedad en ningún momento ponderada por la mala escritura. Y es que todo lo que se nos muestra es puro oficio que conquista el más genuino rango artístico. Este cuento moderno de princesitas despojadas de su ingenuidad toma el trozo de realidad palpable, cercana y castiza, la abrillanta con un perfecto engranaje emocional y nos obliga a asumirla
sin la estridencia fácil, haciendo magia desde la crudeza, mitigando la tristeza, incluso el acento melodramático, a base de talento, la refinación del gusto adoquinando dramas personales y también colectivos. Y todo sin que la parodia chabacana, peligrosa como siempre, enturbie el resultado.
De lógica cartesiana será apoyarse en los clichés que alimentan esta obra para crucificarla. Lo insólito y apasionante del guión de Ayaso/Sabroso es reconvertir ese registro de época fiel hasta la extenuación para enunciar algo que supera la anécdota. Se nos cuenta el drama con pulso y sobriedad, y se traza de paso el panorama de moralidad provinciana que en los últimos años 70 empezaba a resquebrajarse a la búsqueda de nuevas fronteras. El país progresaba (o tal vez no tanto, como se encarga de matizar el personaje marica de la función), los gustos se abrían ante la naciente democracia y tres jóvenes que dejaban de serlo luchaban por
realizarse en todas sus facetas. La sabia disposición del material narrativo nos hace transitar por sendas de sentimientos en carne viva, saliendo a nuestro encuentro un estudio sincero de la amistad entre mujeres, adivinándose por debajo un nada panfletario esbozo del cenutrio espíritu machista de la época (aún vivito y coleando, por cierto). A propósito de machos, no hay que olvidar la perfilada galería de secundarios masculinos en contrapunto perfecto, encarnación justa del estatus de poder dentro de la industria del cine como reflejo concreto de una posición social rayana con lo intolerable.
Quedaría cojo el comentario crítico de una película tan noble como LOS AÑOS DESNUDOS. CLASIFICADA "S" sin aludir a una actriz prodigiosa, la tercera en la terna y, a mi gusto, la más brillante. Candela Peña siempre será lo mejor de las historias en las que intervenga, incluida ésta, de por sí muestrario de excelencias.
La menuda actriz catalana hincha de aplomo y calor cada línea de diálogo, su mirada fresca, el gesto vivo gobierna cada plano y seduce a pellizcos de rabia y cercanía, de vida siempre latente. Tal vez no hubiera nadie más ajustado para un papel bombón como la dulce y vulnerable Sandra, uno de los moldes turgentes con las que el cine se rindió a las reglas del mercadeo. Es ella uno de los objetos de esa etapa de despertares y legañas que tantas eyaculaciones provocaría entre la barriguda y obtusa población, afeada aún más por los rigores de la dictadura. Una de las tres muñecas que avivaron deseos y calentones, quizá el vértice de mayor enjundia en este agudo catálogo de esperanzas quebradas, de luchas íntimas por recobrar la autoestima que un mar de miradas babosas de excitación logró mutilar.
Lo mejor: Candela Peña en cada uno de sus planos. La carga dramática que late bajo su aspecto ligero. Su sentido, honesto y bien empaquetado aroma de homenaje a un cine hoy denostado.
Lo peor: El acento melodramático del final, pero no llega a molestar.