Y es que por separado, los planos podrían narrar la acción convencionalmente, pero juntos, y convenientemente montados, consiguen un sorprendente efecto expresivo. Así, la secuencia de la rebelión en el buque de guerra o la de la escalera de Odessa, entre otras, consiguen amplificar el mensaje del director gracias al trabajo posterior al rodaje.
Pero no sólo el montaje destaca en esta producción -para muchos la mejor de la historia- sino también el alarde de inteligencia al servicio, eso sí, de la propaganda soviética. Las metáforas se suceden desde el arranque con los marineros durmiendo en el sollado; es el episodio “Hombres y Gusanos”, donde la dotación descansa en los coys. La imagen que propone Eisenstein es semejante a la de las larvas, y es que la simbología de este primer capítulo es doble: por un lado se está gestando una revolución, aún embrionaria; y por otro el detonante, la denuncia, por parte de los marineros, de que la carne que les alimenta está podrida, llena de gusanos.
Ejemplos de este tipo son continuos y enriquecen progresivamente la acción que llega a ser

El Acorazado Potemkin va más allá de la consideración de obra maestra. Es una cinta para homenajear a la menor oportunidad, no sólo en señal de gratitud hacia uno de los más grandes directores que haya existido, sino para reconocer el enorme monumento que el propio cine se ha hecho a sí mismo.