El rey de la montaña
Qué alegría: El rey de la montaña es una película española. El cine patrio precisa de osadías de este calibre. Porque El rey de la montaña, siendo en apariencia, contando aéreamente el guión, un film de consumo adolescente, una de esas películas de acción en la que, cámara en ristre, la historia depende casi en exclusividad del impacto de sus imágenes, una de ésas que guardan en la recámara literaria una sorpresa, un desvío al asombro que justifica (tal vez) hora y media de tedio, luego deviene astuta mirada sobre la atrofia moral de una sociedad ensimismada en sus gadgets, en sus sólidas atracciones de barracón de feria…La historia es, en principio, una vuelta sobre las vivencias extremas de un tipo anónimo que, por milagro del azar, que es un dios rudimentario, cabroncete e infantil, entra en el juego del cazador y de la presa en el apoteósico atrezzo de la naturaleza agreste, desafectada de alambiques tecnológicos, tratada con mimo, filmada con el respeto de un cineasta que conoce la importancia de ese paisaje en la lógica imposible de su criatura. El rey de la montaña sorprende por su crudeza expositiva, por su parquedad en líneas de texto, por su atrevimiento plástico. Gonzalo López-Gallego retuerce el bagaje cinéfilo del espectador, y pronto nos hace abandonar la certeza inicial de estar asistiendo a un remake hispano de Defensa, la obra capital de John Boorman. Lo fascinante, lo que aturde al espectador ensimismado en la grandilocuente belleza del paisaje y absorto en la resolución dramática del thriller que contempla, está escondido en su pletórico cierre. El rey de la montaña guarda su as fabuloso para los minutos finales y ofrece perplejidad, la idea de que el mundo está mal construído y de que estamos alimentado déspotas y pervertidos, pequeñas bestias a las que se les ha desconectado toda sensibilidad y que desempeñan en la sociedad el oficio antiguo del depredador, pero aquí el francotirador insistente, el malvado constructor de la asfixia que empapa todo el film no es un sujeto que posea un ideario, un armazón moral que justifique su barbarie. Ni siquiera, a la manera de los cafres salidos de Perros de paja, posee una coartada patológica, una especie de asidero psiquiátrico que dé pie a un cuadro de descargos en un hipotético juicio. Lo que López-Gallego muy hábilmente plantea es la responsabilidad de la sociedad en la creación de esos francotiradores. Y va a ser posible avanzar más sin que una parte considerable de esa sorpresa sea manifestada. Disfruten.Lo mejor: Su final, su pletórico final...
Lo peor: Que no haya más muestras de este tipo de cine en nuestro panorama cinematográfico...