Los riesgos a la hora de pasar a la gran pantalla una obra escrita y diseñada para ser representada en un teatro, se acrecientan en el caso de una revista o de un musical. Y es que el cine amplifica los defectos de una historia insulsa.
Mamma mia
Cuando nos disponemos a escribir nuestras impresiones acerca de una película siempre nos asalta la tentación de hacer el comentario de espaldas a la pantalla, de que la respuesta del público que asiste anónimo al espectáculo sea la base de nuestros argumentos a favor o en contra del filme. Si esta hubiera sido la opción elegida con Mamma mia! el veredicto habría sido muy favorable; el peso de los aplausos, los coros de los espectadores siguiendo las canciones y las risas generalizadas, habrían sido determinantes para considerar al largometraje como excelente. Pero si queremos ser sinceros con nosotros mismos -y con el lector-, si queremos cubrir de rigor nuestra crítica, hay que volverse hacia la proyección y analizarla desde el punto de vista cinematográfico. Si lo hacemos así veremos que la cinta no queda tan bien parada.
Gran parte de la culpa de que la película no funcione la tiene el siempre difícil proceso de adaptación. Los riesgos a la hora de pasar a la gran pantalla una obra escrita y diseñada para ser representada en un teatro, se acrecientan en el caso de una revista o de un musical. Y es que el cine amplifica los defectos de una historia insulsa. “Airear” una trama tan simplona como la de Mamma mia!, cuya única razón de ser es servir de base para unir en las tablas unos números musicales con otros, provoca la creación de un producto absurdo que hace que todo chirríe con él. Es cierto que la mayoría de los musicales tienen unos argumentos que no resisten ningún análisis serio, pero las buenas películas del género, procedan de Broadway o hayan sido diseñadas para el cine, tienen un ritmo de narración propio del elemento y la historia, por muy sencilla que sea, se encuentra enriquecida cinematográficamente hablando. Pensemos por ejemplo en La Corte del Faraón (Jose Luis García Sánchez, 1985), y en la habilidad de Rafael Azcona para contar una trama que fluye paralela a la famosa zarzuela.
Vemos otro fallo en el casting. No sólo porque Pierce Brosnan cante horriblemente mal, sino por el protagonismo de Meryl Streep en una obra que se le ha querido dar un empaque moderno. Un musical donde abundan los primeros planos y donde la cámara filma la coreografía desde dentro, lo que pide es la inclusión de una actriz desconocida -a ser posible cantante, dejémonos de experimentos-, madura y con todas las arrugas que se quieran en el rostro. Sinceramente, creo que la gran dama del melodrama, a pesar de realizar un notable trabajo, no encaja en la cinta de Phyllida Lloyd. Su constante exhibición puede que haya servido para darle un mayor tirón comercial a la película, pero no hace más que reflejar una decadencia física que podría haberse evitado.
¿Entonces qué es lo que provoca la favorable acogida de gran parte del público? (qué sí, que hay que tenerlo en cuenta) La respuesta no puede ser más sencilla: ABBA. Las canciones del grupo sueco se las sabe todo el mundo, son pegadizas, alegres y refrescantes; ideales para escucharlas en vacaciones mientras fuera de la sala caen más de treinta grados. “Waterloo”, “Chiquitita” o “I Have a Dream”, entre otras, son las responsables de que finalmente haya sucumbido a la tentación y me haya puesto a escribir con la pantalla a mis espaldas.
publicado por
Ethan el 18 agosto, 2008