Los falsificadores
Con la polémica La caída, se ha popularizado el punto de vista alemán sobre el nazismo. Punto de vista que se ha mantenido oculto durante décadas, y hoy se muestra con todas sus aristas, gracias a una serie de películas que no temen enfrentarse a un pasado no muy cómodo para el pueblo alemán. Los falsificadores podría ser analizada a la luz de muchos otros films. En principio, se la puede mencionar como la cara opuesta de La lista de Schindler. Ambas ponen el foco en sobrevivientes del Holocausto, desde dos perspectivas distintas. La postura discursiva alemana, naturalmente “desde adentro” del conflicto, se ve tanto en el “salvador” como en los “salvados”. Quien salva, en este caso, es un judío, no un alemán. A su vez, el refugio de quienes se salvan se encuentra dentro del propio campo de concentración. Cuando termina la guerra, se abre el refugio y los falsificadores (y el espectador) se encuentran con la realidad del campo, el crudo tendal de horror que ha dejado el nazismo, similar al shockeante final de la francesa El tren de la vida. Lo más notable de Los falsificadores se encuentra en la observación de la doble moral que implica volverse cómplice del criminal para no perder la vida, elemento que encarna estupendamente Karl Markovics en el papel de Sorowitsch, papel de una ambigüedad cuidadosamente delineada. Es ahí donde se erigen los mayores méritos de la película, lejos de la inocencia y la postura foránea de La lista de Schindler.
Sin perder la intriga característica de un thriller americano, pero agregándole el espesor que implica la compleja cercanía a los acontecimientos, aún con algunos desaciertos, en la desprolijidad técnica de algunos pasajes del film, y en una banda sonora que abusa innecesariamente del tango. Durante la mayor parte de su metraje, Los falsificadores centra su narración en la fábrica donde trabajan los reclusos/falsificadores, como se encerraba la acción en el búnker de Hitler en La caída, mostrando el horror prácticamente sin salir de esas paredes, con escenas difíciles de digerir, como la del oficial orinando sobre el personaje de Sorowitsch, o la del mismo Sorowitsch pintando con su sangre el rostro de Kolya, uno de los jóvenes trabajadores, para que los oficiales no lo vean pálido. Escenas tal vez demasiado duras, pero necesarias, que ayudan a completar con inteligencia la mirada de los alemanes sobre el horror vivido frente a sus propios ojos. Si La caída no mostraba la otra cara del horror nazi, los campos de concentración, ésta, y la formidable El noveno día, centran sus ojos allí, para plasmar un discurso que, afortunadamente, no intenta eludir un elemento tan significativo como el concepto de “culpa colectiva”, necesario para entender la particular mirada interna del pueblo alemán.