La proposición
Pocas situaciones han dado más juego en el cine que la del matrimonio por conveniencia, planteamiento utilizado indistintamente para crear dramas o comedias románticas, aunque quien suscribe estas líneas tiene la teoría, casi certeza, de que muchas de las llamadas comedias que utilizan como punto de partida este argumento provocan mayor congoja y desesperación que los dramas.
No obstante, para demostrar una teoría de forma empírica hacen falta pruebas, y qué mejor forma de recabarlas que con La Proposición, película con la que Sandra Bullock regresa a la comedia cual heraldo del sufrimiento que presagia la condenación eterna del atormentado público. Con la lección bien aprendida después de realizar 27 Vestidos, Anne Fletcher ofrece una película que no se aleja ni un milímetro del manual para la básica, aburrida y harto previsible comedia romántica hollywoodiense. La historia, que debido a su falta de originalidad hubiera necesitado un desarrollo más fresco y libre, queda encorsetada por la inamovible estructura del género, siendo el resultado un producto carente de gracia o ritmo que deja al espectador sumido en un profundo estado catatónico. El único aliciente de la propuesta es asistir a la colección de gags, muecas e histrionismos de una Sandra Bullock que ya no está para estos trotes. Por si fueran pocas las virtudes de la película, hay que reseñar la flagrante y chapucera copia -u homenaje, según se vea- que Fletcher hace del inicio de El Diablo Viste de Prada. Ni que decir tiene que la comparación entre la secuencia de una y otra cinta es poco menos que abismal, y ni un sosísimo Ryan Reynolds tiene la gracia de Stanley Tucci, Anne Hathaway o Emily Blunt, ni la Bullock tiene el estilo y la presencia de la gran Meryl Streep.
Comedia romántica hollywoodiense al uso, La Proposición hace gala de los males endémicos que sufre el género desde hace años: falta de originalidad en sus premisas y un desarrollo facilón y previsible provocado por la absurda rigidez de su estructura.