La brillantez del guión escasea, alcanzando un tono autoparódico propio de todo producto que se ahoga en su propia complacencia.

★★☆☆☆ Mediocre

Indiana Jones y el Reino de la Calavera de Cristal

Imaginemos que le da a Scott por recrear de nuevo el personaje del agente Deckard (con el alma y el cuerpo de Harrison Ford, por supuesto). Como es de esperar, éste ha huido con Rachel de la justicia, pero el pasado los persigue y deben enfrentarse a nuevos Nexus-6, esta vez en calidad de policías al servicio de la Corporación. Ni qué decir tiene que James Olmos seguirá dejando sus papiroplexias en los rincones más inesperados para recordarnos que ella debe morir (¡y quién no!). ¡Qué cinéfilo entregado a la religión bladerunneriana no iría al cine a comprobar por sí mismo que existe vida más allá de la primera entrega! Seríamos locos si dejáramos escapar esa ocasión. Nuestro imaginario cinéfilo está pintado de esos fotogramas; no podríamos concebir la historia del cine, nuestra pequeña memoria emocional con este arte, sin Deckard, sin la ensoñación de lunas más allá de Orión, pese a que ya no volverá a ser lo mismo. Pero qué más da si lo que fue es en nuestra memoria luminoso y aún nos emociona con tan sólo imaginar alguna de sus escenas. Lo sabemos. Harrison ha crecido, Vangelis quizá no quiera reescribir la partitura, y esa fotografía de la ciudad decadente ya es imposible que sea iluminada como lo fue en los ojos de Cronenweth… O el que ya no es mismo es el espectador. Quizá sea eso.

Quizá para un público que nunca cazara replicantes con la imaginación allá por 1982, o no tuviera la ocasión de correr junto al doctor Jones tras robar un tesoro precolombino en 1981, es probable que esta cuarta entrega de las aventuras del conocido arqueólogo haya sido un hallazgo emocionante. Para este incondicional que os escribe, pese a su devoción por la trilogía, nunca llevaría su religión a extremos de integrismo cinéfilo y ha de confesar que Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal no ha conseguido más efecto que entretener su tiempo de ocio y malsaciar su curiosidad de religionario.


Indiana Jones y el reino de la calavera de cristal posee interés a causa de las rentas conseguidas con el éxito del icono Jones en entregas anteriores, pero fuera de esa bendita dependencia, aprovechada en más de una escena mediante guiños cinéfilos (el arca en su caja o ese ET cristalizado) dirigidos a la concurrencia conversa, la brillantez del guión escasea, alcanzando un tono autoparódico propio de todo producto que se ahoga en su propia complacencia. No basta la calidad de su factura técnica (con efectos especiales modernos incluidos, pese a las promesas artesanas del rey Midas) o las supuestas buenas intenciones de Spielberg. Estamos ante un producto mediocre, muy lejos de lo esperado del maestro que ideó En busca del arca perdida con pocos medios y mucha ilusión.

La fotografía intenta recrear las series televisivas de los cincuenta con las que se crió Spielberg, esto hace que decorados y ambientes, pese a los CGI, se tornen artificiosos. Véase si no esa escena inicial con un atrezzo casi teatral. A esta sensación contribuye lo surrealista de las situaciones descritas y sus personajes
esperpénticos. No por ello está ausente esta entrega de emocionantes escenas que hacen soportable el resto de metraje: ese inicio en el que aparece Indy de nuevo, reflejada su sombra iconográfica sobre un coche. El experimento nuclear en el pueblo fantasma, con un Jones atónito ante el futuro aciago de la fría y neurotizante posguerra. La persecución en coche hasta el precipicio. Y ese guiño final que infiere sin lugar a dudas que Indy sólo hay uno (o no). Pero deja de contar. No basta el guiño autorreferencial que tiñe todo el metraje. No basta el homenaje a la serie B que preside su estética exagerada. A Indiana Jones 4 le pesa demasiado su pasado. Y Spielberg no lo utiliza de mero soporte argumental que dé coherencia a un guión novedoso (como sí hace con mayor acierto su amigo Lucas con La guerra de las galaxias). No, la trama gira en torno a sus precedentes y se ahoga en ese baile narcisista, aburriendo o por lo menos no convenciendo de estar ante un digno heredero de la saga. Quizá una regresión al pasado del personaje (con un Ford envejecido que recuerda) hubiera sentado mejor a Jones. Campbell lo hizo con Bond en su Casino Royal y el resultado rejuveneció y aportó profundidad al icono del agente 007, mucho más saturado que cualquier otro personaje recreado hasta la saciedad en la gran pantalla.

Aún así, todo devocionario oculta los defectos de su virgen patrona y grita con convicción virtudes que inventa por mero fervor religioso. Los héroes no mueren, y una gesta suya basta para alzarlos al altar desde el que recordaremos su valentía. ¡Qué más da que se hagan viejos, que un día no murieran en una de sus aventuras! Como un hijo para su madre, Indy es el que fue sin ambages ni lecturas escépticas. Y que nos echen una quinta.


Pero en un acceso de duda a uno le entran sus reservas y se vuelve tiquismiquis. Hubiera querido ver más oscuridad en esa fotografía (de Kaminski se espera más), un guión sencillo pero despejado de nostalgias; menos autocomplacencia, más credibilidad, un pelín de ese escepticismo cínico y desganado que siempre ha acompañado al personaje de Jones. En esta cuarta entrega todas esas virtudes se disipan ante el tono homenaje que domina la película.
Y su estética teatral y naif (esa escena de la ceremonia final es de telenovela) basculan nuestro interés hacia el mayor o menor acierto con el que se hayan coreografiado las escenas de acción. Karen Allen ha envejecido mal, ya no posee la fuerza de su personaje en En busca del arca perdida, y su personaje acompaña a la orquesta para tocar los platillos y poco más. LaBeouf intenta dar la réplica a un Ford de vueltas de todo, al que ya importa poco travestir su personaje de madelman sesentero, y aprueba pese a que se sabe en el papel de comparsa del homenajeado. Sólo Blanchett parece haber captado lo que Spielberg quería, y borda de histrionismo su personaje, regalándonos una especie de Norma Desmond a la soviética que magnetiza (como el cráneo parapsicológico que persigue) cada plano con esa mirada de belleza inquietante.

En fin, nunca pensó uno que llegara a decir alguna vez eso de cualquier tiempo pasado fue mejor, pero en el caso que nos toca mucho me temo que la justicia se impone al afecto. Que cada uno sopese sus impresiones a gusto y sin mediadores. Y que el tiempo sentencie.
publicado por Ramón Besonías el 23 mayo, 2008

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