Cosas que perdimos en el fuego
La llegada de la directora danesa Susanne Bier a la industria norteamericana ha tenido lugar bajo el mecenazgo de Sam Mendes y el triunvirato Dreamworks, hecho que resulta curioso tras contemplar esta hermosa historia de pérdida y redención. Nadie mejor que una postulante del dogma cinematográfico para amoldarse a los patrones de un cine outsider cuyo peso dramático se aleja tanto de los dictados del mainstream hollywoodiense como su poco convencional ejecución. Lo extraño es que haya sido financiada por los firmantes de títulos no precisamente indies, hecho que podría revelar un estimulante -aunque presumo muy escalonado- cambio de rumbo en el desnortado mercadeo yanqui,
COSAS QUE PERDIMOS EN EL FUEGO abraza desde el metafórico título las más dignas intenciones de emocionarnos. Puede lograrse tal propósito escudándose en una profilaxis temática y narrativa que intente colarnos su moralidad barata con el calzador de lo recurrente, tratándonos como idiotas del sentimiento. O puede alcanzarse con inteligencia, metiéndonos de cabeza en la llaga y asimilando el dolor como si fuera nuestro. En carne viva que suelen decir. No es fácil desnudar a unos personajes hasta el insoportable límite del vacío, hacerlos caminar en el alambre del desgarro y complicarnos a nosotros en el viaje sin que apeste a burda manipulación. Bier -tras un bagaje fílmico hecho a base de doliente humanidad- lo consigue.
El relato permite que espiemos a estos seres torturados que comparten sus temores para darse aliento mutuo y seguir luchando. Es una historia que evoca otras de igual calibre emocional, curiosamente protagonizadas por Halle Berry y Benicio del Toro -MONSTER´S BALL (Marc Forster, 2001), 21 GRAMOS (Alejandro González Iñárritu, 2003)-, quienes retoman unos roles de indigesta carnalidad, en esencia sufridores de la ingratitud del destino que, pese a todo, les deja divisar una mínima esperanza. Audrey, la madre de dos hijos que enviuda del modo más irracional y absurdo, dará cobijo a Jerry, ex-heroinómano amigo de su marido que verá en esta relación el camino abierto a una posible recuperación. La convivencia entre ambos da pie a una película hecha con certeros disparos a bocajarro, un tratado sobre la desesperación que se descarga sobre nosotros plano a plano, un intenso y sinuoso retrato de dos vidas cercenadas por el abismo de la droga y la soledad.


Con sabia dosificación del impacto emocional, la historia se mueve en el tiempo para construir poco a poco un brutal y desazonador relato de culpa y reconciliación, un inclemente esbozo sobre el miedo en toda su polimórfica presencia. El miedo a la terrible soledad, el terrible miedo a las recaídas que impiden levantarnos, miedo al insomnio que amenaza, el infantil miedo a meter la cabeza en el agua,

Esta edificante, catártica película reivindica el valor de la autoestima, de la honestidad a prueba de fuego, de la generosidad y la entrega correspondidas, los únicos refugios a los que acudir cuando la vida se empeña en mostrar los dientes.
