Los olvidados
Los olvidados se inicia con imágenes de distintas ciudades haciendo de estas capturas el estandarte de una forma de conocimiento de los lugares llamado turismo. Junto a estas imágenes, una voz en off sitúa tras esos fantásticos monumentos un mundo real pero invisible de pobreza y mala vida que la mayoría de personas que hayan visitado Nueva York, Londres, París o México han obviado en su paseo por la urbe. Buñuel opta con esta película por lanzarse de lleno a la tarea de abrir los ojos a propios y desconocidos para mostrar una realidad que existe por poco que guste.
En una escena en la que uno de los jóvenes protagonistas de Los olvidados pasea solitario por un descampado entre ruinas, se percibe tras el esqueleto de un edificio (motivo recurrente durante la película) el humo de un tren así como el sonido característico del contacto de éste con las vías. Queda claro que la realidad de ese chico está alejada de la realidad moderna de las ciudades, donde un tren simboliza la evolución y el bienestar y un edificio alicaído forma parte de la verdad del mundo del protagonista. La fuerza de esa imagen nos lleva a entender la bipolaridad de las grandes ciudades donde la vida del más pobre nada tiene que ver con la del más rico pese a formar parte de una misma comunidad local. Buñuel tiene claro que son dos mundos distintos pero no ve tan alejados a los personajes que las conforman. El único inciso urbano que tiene Los olvidados nos muestra una ciudad depredadora donde la necesidad del débil se utiliza como beneficio propio del rico, representado en una escena propia del cine mudo en la que el joven Pedro es apelado por un pedófilo tras un escaparate. Unos y otros, pues, hacen lo que pueden para conseguir sobrevivir en su mundo lo único que varía es el objetivo: conseguir comida en el caso del joven y conseguir saciar deseos sexuales en el del hombre.
Al fin y al cabo tanto la comida como el sexo son dos de las necesidades básicas a cubrir y el segundo (o la sensualidad en su derivación menos obvia) está presente en toda la película a través de diferentes personajes y de escenas muy sugerentes. La elipsis va ligada a la sexualidad en Los olvidados pero la fuerza de las imágenes de Buñuel no requiere de escenas explícitas para conseguir expresividad. Una chica hidratándose las piernas con leche o una madre que fuera de plano mueve el brazo sugerentemente aireando un trapo, son los puntos álgidos de sendas escenas pero la preparación que Buñuel hace para llegar hasta ellas sacan de toda duda al espectador menos lúcido; y mientras el sexo tiene lugar él nos entretiene con unos perros disfrazados bailando y cerrándonos –literalmente- la puerta.
Mediante puertas y rejas se delimitan los espacios en Los olvidados. La presentación que hace Buñuel de los lugares que conforman la comunidad muestra unas casas repletas, sin huecos para la individualidad pero a la vez, gracias a lo dinámico de su cámara, consigue que los desplazamientos en ese mundo del caos resulten fluidos. Es precisamente este aspecto el que más llama la atención de Buñuel en Los olvidados: cómo la cámara consigue seguir los acontecimientos en lugares pequeños y hacer de ellos escenarios ricos gracias a los movimientos de su cámara. Los lugares públicos, en cambio, en ocasiones resultan más agobiantes por la carga de la banda sonora diegética y porque son los lugares de reunión de los grupos, que se juntan formando espacios aglomerados. Estos grupos son tan homogéneos que queda claramente delimitado quién forma parte de ellos y quiénes no, cosa que no ocurre en los interiores siendo tratados prácticamente como lugares públicos al otorgarle esa presencia casi omnipresente al ojo del espectador. Al fin y al cabo de eso trata esta película, de hacernos partícipes de una realidad a la que miramos de reojo plantándonos en ella para que la miremos a la cara sin paños calientes que valgan. Y si no nos sentimos aludidos, Buñuel se ocupa de tirarnos un huevo a la cara. ¿Quién se libra ahora?