Juerga visual, desenfreno absoluto, pero hace falta un guiño cómplice, cierta necesidad de comulgar con esta oferta descarada, desvergonzada, pura dinamita para los ojos más gamberros.

★★★☆☆ Buena

Planet Terror

No albergo ninguna esperanza de que el cine gamberro me reporte mayor placer que el escapismo más vulgar. La truculencia, la chabacanería y la irreverencia poseen el encanto de lo transcultural, esa especie de aureola de malditismo al que se le concede todo en beneficio de la extravagancia, de la desmesura y del vandalismo cinematográfico como patrones de alguna forma de hacer cine que se escora (a posta, gustosamente) del cánon, de la ortodoxia. Quizá me esté convirtiendo en un espectador aburguesado, poco flexible a la hora de aceptar la incomodidad de estar siendo engañado o, menos taxativamente, de no estar disfrutando del género. Me puede fascinar la música y negarme en redondo a escuchar un disco de hip hop o de música folklórica de los Balcanes. Puedo disfrutar con la poesía de José Ángel Valente y sentirme huésped de la belleza y de la inteligencia y sentir aburrimiento si me dan un poemario de Rafael Alberti, que no es santo de ninguna de mis abundantes devociones líricas. En cine no hay excesivo cambio de discurso. Películas hacía Ford y películas hace Michael Bay, al que le he tomado una tirria inargumentable desde hace unos meses. Entonces Planet Terror, bajo la capa de cemento verbal antes vertida, debe ser considerada un desperdicio, un simple y sencillo desliz cinematográfica, un rollo, y no lo es. En absoluto.
Planet Terror, parte indisoluble y sin embargo separada del combo Grindhouse junto a la espléndida Death Proof por motivos estrictamente mercantilistas, es cine gamberro, autoparódico, indiscutiblemente atractivo caso de que uno acepte las reglas del juego. Una vez hemos cogido las bridas del divertimento, hay que dejarse llevar noventa minutos por las cabriolas de la trama, su aire a lo mad doctor movie, su desenfreno y desenfado.
Todo lo que la segunda parte de Abierto hasta el amanecer, otra obra de Rodríguez, me pareció desconectada de la primera, facilonamente resuelta con el guiño gore o giallo, aquí Planet Terror me parece una necesaria demostración de que el género vive y amortiza sus carencias premeditadas, su voluntarismo a la hora de enfangar una factura perfecta habida cuenta del presupuesto que maneja. Así Rodríguez, un cinéfilo de videoclub al modo en que lo es Tarantino, pero menos apretado por los corsés del éxito mediático, recrea su particular visión del apocalipsis en versión zombie con descaro, con desenfoques artesanales, con los trailers falsos y con esa tufo a orgía caprichosa de alguien que ha recibido carta blanca para desmadrarse en plan macarra aficionado a coleccionar frikis en sus películas: tipos que coleccionan testículos emasculados, go-gos con metralletas a modo de pierna o zombie purulentos sedientos de sangre. No podemos bajo el manto protector de este terrorismo visual concebir crítica rigurosa alguna. Hay veces en las que uno disfruta sin accionar la palanca de la cordura. Caso de accionarla, no fue ayer el caso cuando alguilé en el videoclub el DVD, tal vez Planet Terror sea uno de los errores más grandes que cinéfilo alguno pueda echarse entre ojo y memoria, la pérdida de tiempo más fabulosa, pero se ciñe con escrupulosa devoción al inventario mítico de un formato y una manera de hacer cine en crisis o ya descatalogado (programas dobles, sesiones bárbaras de violencia, sexo y mucha sangre, amateurismo en estado de gracia).
El visionado en casa, el pase por el sistema doméstico, por sofisticado y chulito que sea, no conviene para el espectáculo. Ni para éste ni para casi ninguno, pero Rodríguez pide a gritos que su película ( y la de Tarantino) sean vistas en cine, en un pantallón como manda Cecil B. de Mille y toda la cohorte de emperadores del cine como espectáculo de masas, grandilocuente y extraordinario. La pantalla de cine provee del extra de guiños que una pantalla de televisión no proporciona: esos cortes, esos planos mutilados, el polvo, el color gastado. Hasta el trailer que principia la función, el inconmensurable Machete, el introito que informa sobre la naturaleza canalla de lo que nos queda por ver, requiere de las triquiñuelas y de las complicidades que únicamente reporta un cine de verdad, con sus butacas y su oscuridad hermanada con nuestra infinita (siempre) capacidad de asombro. Porque asombro hay en Planet Terror hasta reventar la púpila y pedir basta con lagrimones como naranjas de Gandía. Cutre hasta la náusea, alumbrada por el retorcido genio de un adolescente con maneras de director de prestigio, esta broma hecha película puede ser considerada el exabrupto de la temporada, un precedente peligroso en el circuito comercial made in USA. Si ha triunfado la secuela, el remake absoluto y los indignos (en ocaciones) inventos de precuelas y montajes paralelos varios, sólo falta que las lumbreras del negocio del cine descubran que al personal le priva este juego de descartes y de frivolidades a pecho descubierto, pierna en alto, matando zombies como el que toma cafés en una terraza en París.

A falta de alimentos más exquisitos y paladares más exigentes, Planet Terror es frescura, hilarante frescura. Sin más.

Lo mejor: Rose McGowan.
Lo peor: Cierto empacho de vísceras y hemoglobina.
publicado por Emilio Calvo de Mora el 15 enero, 2008

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