El cuarto mandamiento
Segunda película de Welles y segunda obra maestra; para el que suscribe, ligeramente por encima de Ciudadano Kane a pesar de las importantes modificaciones, del falso final feliz y de más de 40 minutos amputados por la RKO.Orson Welles se vale de la novela de Booth Tarkington para contar, una vez más, una trama sobre la decadencia en el seno de la alta sociedad, sobre el triunfo del progreso y sobre las oportunidades perdidas en la búsqueda de la felicidad. Y lo hace narrando la historia de una familia aristócrata americana, Los Ambersons, y centrándola en la subtrama principal: la relación fallida entre un plebeyo (Joseph Cotten), futuro emprendedor que simboliza el progreso, y la hija del magnate (Dolores Costello), que sufre la actitud negativa de su familia y, posteriormente, la de su propio hijo (Tim Holt). Este niño mal criado se opone con más fuerza aún a la unión entre los protagonistas. Su intolerancia (como la de Kane y otros personajes de Welles) destrozará su vida y la de todos los que le rodean, incluyendo al amor de su vida (Anne Baxter).
Como se ha citado la película fue cortada por los productores de la RKO mientras Welles estaba en Brasil rodando el documental incompleto It’s all true. El montaje final corresponde al futuro director Robert Wise que consigue mantener intactos (o casi) algunos elementos verdaderamente evocadores:
La fotografía expresionista en blanco y negro. Según la secuencia que se trate, puede ser cautivadora, romántica, cómica o agobiante. El decorado acompaña al argumento y casi lo dirige: La Mansión de los Ambersons –y su decadencia- gobierna el transcurrir de la historia. Y no hay más remedio que destacar la famosa escalera. No es la única vez que una escalera toma tanto protagonismo (pensemos en El Ídolo Caído y en tantas otras), pero es que aquí casi toma vida cuando se encuentra presente en los momentos decisivos de la trama.

El barroquismo de Welles sigue predominando en unos encuadres que deforman la imagen, pero más controlado que en su ópera prima. Además una suerte de planificación de la puesta en escena se traduce en planos secuencia inolvidables. Sólo hay que maravillarse, y seguir una y otra vez, por ejemplo, la escena del baile. Es la actitud formalista de Welles. La que propicia que toda su obra, con independencia de la temática abordada, tenga una continuidad tan clara.
Los actores están geniales. Otra vez, como sucede en Kane, son procedentes del Mercury Theatre; excepto Dolores Costello, una actriz del cine mudo que finalizó su carrera prematuramente debido al deterioro de su rostro causado por las severas sesiones de maquillaje. Y de nuevo hay que hacer una mención especial: Agnes Moorehead. Su papel de la instigadora tía Fanny se encuentra totalmente imbuido del espíritu de la mansión, como una especie de portavoz activo de salones, paredes y chimeneas.
Welles, aunque no actúa, se encuentra presente a lo largo de toda la película. Con su voz en off hace de narrador y dialoga con los coros: gentes de la calle, clientes y propietarios de pequeños negocios, que hacen de improvisados cronistas. También sorprende en los ingeniosos créditos finales, leídos por él mismo. Al final, y con un plano detalle de un micrófono, se oye su enorme y profunda voz (es aquí cuando nos imaginamos su presencia) que dice: "La escribí y la dirigí yo… Ah, mi nombre es Orson Welles”.