Promesas del Este
Venía de haber sido pero que muy bien recibida en el circuito de Festivales, por lo que la expectación era máxima, no en vano, la anterior incursión de David Cronenberg en el género negro, “Una historia de violencia”, resultó ser una obra maestra incontestable.
Con “Promesas del Este”, el veterano realizador repetía con el camaleónico Viggo Mortensen, reincidiendo en ese noir que, personalmente, tanto me gusta. Pero, en este caso, en vez de viajar a los EE.UU. lo hace a un Londres teóricamente multicultural en que, sin embargo, tantas y tan variadas culturas coexisten, pero sin mezclarse ni integrarse con las que les rodean.
Como los rusos, por ejemplo, que en esta película conforman un grupo aparte, una mafia exclusiva y excluyente, una Familia repleta de ritos, símbolos, claves y relaciones interpersonales de lo más complejo, denso y abigarrado. Y, por eso, la VO subtitulada de los diálogos rusos le confiere tanta importancia a una película posmoderna, fiel reflejo del complicado mundo globalizado en que vivimos.
“Promesas del Este” en una película magistral que, partiendo del hallazgo de un diario íntimo, escarba en las miserias de una sociedad corrompida hasta el tuétano. Y lo hace sin moralina, sin ser discursiva, sin ser panfletaria. A través de una historia negra como el alquitrán y áspera como el papel de lija, la película de Cronenberg hace una espeluznante denuncia de la trata de blancas y del infierno que espera a tantas jóvenes eslavas que vienen a la Europa occidental convencidas de que van a encontrar el paraíso. Y Cronenberg hace lo más difícil: denunciar esos hechos por la sencilla vía de contar una historia, de narrar unos acontecimientos que hacen alumbrar una verdad que se nos muestra crudamente ante los ojos, fotograma a fotograma, sin necesidad de discursos o proclamas, de sensiblería ramplona o de dulcificaciones maniqueístas.
Estamos ante una historia con muchos protagonistas, representados por unos actores en estado de gracia. Empezando por Viggo Mortensen, al que hace unos días expulsaron de un restaurante londinense por la pinta de mafioso ruso que tenía. Que se había metido en el papel, vamos. Una Naomi Watts radiante, pero oscurecida por la lluvia de Londres y por la oscuridad de las localizaciones que el director ha elegido para contar una historia ciertamente lúgubre y tenebrosa.
Está Vincent Cassel, enfant terrible del cine francés, que borda al histérico personaje del homosexual encerrado dentro de un armario con puertas de roble y acero, pero, sobre todo, está el sobrio, inquietante y terriblemente maravilloso Armin Müller-Stahl, interpretando al Padrino de los Vory V Zakone, la Mafia Rusa. Quizá lo mejor de la película es la secuencia en que la Watts le conoce por primera vez. Por un lado, hechizada. Por otra… nota que hay algo raro. Y, aún así, cae bajo el influjo del amable anciano que regenta un restaurante étnico y cocina deliciosos platos rusos, que cuida de su hijo y defiende sus raíces culturales. Atracción-repulsión. Admiración-asco.
Como en la también impresionante “La caja de música”, en que la dialéctica paterno filial que se desarrolla entre el personaje interpretado por Müller-Stahl y su hija, una sensacional Jessica Lange alcanzaba cotas inusitadas de interés y emoción.
Y está, por supuesto, la secuencia de la sauna, claro. Demos la palabra al director canadiense: “La violencia es violencia…. siempre es sangrienta. Cuando estamos hablando de violencia, hablamos de cuerpos humanos, de la destrucción de cuerpos humanos y en ese momento lo que tienes que mostrar es que son cuerpos contra cuerpos.” ¿Hay que ser más explícitos? Las almas sensibles, girarán la cara, con ostensibles muecas de repulsión. Garantizado.
Tremenda y extraordinaria película, la de David Cronenberg. Cine negro de la mejor factura, duro, directo y sin concesiones. Y en sólo noventa y seis minutos, lo que, para los tiempos que corren, es todo un logro.