La jungla de cristal
Un avión aterriza, un pasajero solitario que escucha con sorna el consejo del viajero que lo acompaña desde el asiento contiguo. Bajo la chaqueta esconde un revólver. Es un policía. En el aeropuerto le espera un chofer con su nombre escrito en un cartel. Sabemos que su nombre es John McClane, ha viajado hasta Los ángeles, y California es su primera ironía. Es un hombre corriente, y parece adivinar que no ha llegado al lugar oportuno.El crepúsculo reina sobre la ciudad de Los ángeles mientras el chofer no cesa con sus preguntas. McClane es taciturno con los extraños, “limítese a conducir”. Pero el chofer insiste, y así averiguamos que tiene esposa e hijos, y que ha venido para reunirse con su familia en esta noche de navidad. En secuencias precedentes, vemos a Holly Gennaro en el interior de un enorme edificio, hablando por teléfono con su hija, ésta pregunta por papá pero Holly no sabe si podrán verlo esta noche. La cámara describe un breve plano secuencia hasta una de las fotografías. Allí están Holly y su marido, el recién llegado en avión. Afuera en el gran salón, el señor Takagui alienta a sus invitados, una fiesta por todo lo alto en vísperas de la navidad. Por los ventanales entra la luz rojiza del crepúsculo. Holly empuja con rabia la fotografía, y el resentimiento aparece en el relato. McClane baja del coche, un contrapicado manifiesta la grandiosidad del edificio Nakatomi Plaza, y su amenaza latente. Amenaza en forma de discusión familiar, o de un vehículo que se aproxima con sigilo desde alguna parte de la ciudad.
Con independencia de los rasgos propios del cine de acción, un giro argumental que se produce en el planteamiento de la narración (no necesariamente en el nudo o en el desenlace) supone una encomiable dosis de fuerza dramática.
Die Hard empieza como un drama familiar protagonizado por un ciudadano de a pie “perdido” en un lugar ajeno a sus intereses reales (él prefiere Nueva York, pero su esposa está en Los ángeles), el cual tendrá que afrontar viejas rencillas conyugales. De súbito, se ve envuelto en una desesperada lucha contra un grupo de hombres armados que asaltan el edificio y toman a su esposa -y al resto de los presentes en la fiesta – como rehén. Películas como “Rambo”, “Acorralado” y productos parecidos, tan frecuentes en la década de los ochenta, ya de inicio manifestaban la preponderancia en el relato de la acción violenta, personificada en el cliché “musculitos” de turno, ya fuera Sylvester Stallone o Arnold Schwarzenegger. Jungla de cristal, al contrario, propone desarrollar la acción violenta partiendo de un ser humano corriente y de una situación (la crisis conyugal, la migración voluntaria) enmarcada en otros géneros cinematográficos, concretamente, el melodrama. La acción violenta es el revulsivo que restablece al héroe respecto a sus problemas conyugales y a su papel como policía. En definitiva, permite utilizar el género de acción para contar una historia significativa y sólida en sus presupuestos dramáticos a la vez que reformula la idea del “tipo duro”, y lo eleva a la categoría de arte.
John McTiernan dirige con eficacia y pasión sobre la base de un guión escrito al detalle y un trabajo de montaje sin fisuras, en el que cada diálogo, cada escena y encadenamiento de secuencias, cada nuevo elemento introducido en el desarrollo de la aventura servirá como pieza fundamental hasta una conclusión en la que todos los roles convergen. No olvidemos que Jungla de cristal bebe del cine de catástrofes, y narra un drama colectivo en el cual el conjunto humano está dividido en dos bloques; los que viven la experiencia desde dentro del edificio (McClane, terroristas), y los que la viven desde el exterior (policías, ciudadanos, prensa). De esta forma, el relato ofrece dos perspectivas, notable contribución a su dinamismo narrativo y a la creación de antagónicos, lo cual también da pie a un juego irónico entre esos dos conjuntos humanos. Nótese el sesgo en la información de los agentes policiales en torno a la realidad de las circunstancias vividas por McClane y los rehenes, lo cual contribuye a elevar ese cariz de drama claustrofóbico: la disociación entre lo acontecido en el interior del edificio Nakatomi y el mundo exterior enfatiza la soledad del héroe, y convierte a los terroristas en los auténticos titiriteros (por ejemplo, la escena de McClane en la azotea disparando al aire para salvar a los rehenes. Los mendrugos a bordo del helicóptero piensan que está matando a los rehenes… O lo de “a lo mejor era un agente de bolsa deprimido“).
Esto llega a los extremos cuando aparecen los dos agentes del FBI con el manual antiterrorista en la mano. Cada una de sus acciones supone un avance para los asaltadores; Hans Grubber sentencia: “Pedías un milagro y yo te doy al FBI”. La lectura que se hace en el exterior de lo acontecido en el interior del edificio, sirve, desde lo puramente argumental, para justificar el desarrollo de la operación de Grubber y los suyos. A efectos de textura cinematográfica, crea un tono irónico, una ridiculización de las fuerzas de seguridad que se autoarrogan el papel de protectores del ciudadano. Todo el esquema y la estructura están pensados con el objetivo de ensalzar la figura del héroe anónimo, un simple policía que de forma casual se encuentra en el epicentro de la acción, la existencia del cual algunos incluso niegan.
Los guionistas, en su excelente trabajo de escritura, no se olvidaron de introducir un nexo para unir los dos mundos disociados, y aparece el personaje interpretado por Reginald Veljohnson (agente Powell). Dentro de la catástrofe global, la película ofrece una subhistoria en esa descripción de la amistad que surge entre Powell y McClane vía comunicación auditiva. Una descripción y desarrollo no desprovista de sensibilidad, puesto que establece una conexión espiritual y una empatía entre los dos personajes: Powell confiesa la tragedia de su pasado, y McClane confiesa su debilidad en su rol de cónyuge y como ser humano que se encuentra en una situación que lo sobrepasa. De forma contrapuesta a la incomunicación, el cinismo y la inhumanidad predominantes entre los dos mundos representados en el conjunto restante, el agente Powell y McClane son un grito de esperanza y fraternidad en medio del caos. Y, en la escena final, comprobamos el acierto de circunscribir -hasta ese momento – la relación de amistad a la comunicación auditiva. La mirada de aprecio y complicidad entre ambos en su primer encuentro cara a cara pone el broche de oro final, y cualquier espectador que haya aprehendido la sensible significación de la relación descrita con anterioridad, no podrá evitar el nudo en la garganta, sobre todo cuando Powell se libera del trauma pretérito al matar a Karl (Alexander Godunov) para salvar la vida de McClane y su esposa. Atención al subrayado que la banda sonora de Michael Kamen hace en ese momento de la acción, y a la expresión en el rostro de Veljohnson…ESTO ES CINE, SEÑORES.
El CANON para una buena película de acción impone la presencia de un malo con carisma, y ahí tenemos al inolvidable Hans Grubber. Si el dibujo (caracterización) del personaje ya es por sí mismo atractivo (cinismo, falta de escrúpulos, sentido del humor, lenguaje engolado y referencias a los clásicos) el carisma de un actor tan portentoso como Alan Rickman hace el resto. Su antítesis, John McClane, un ser humano vulnerable que afronta la tragedia con ironía y sentido del humor, expresiones testosterónicas que relajan la tensión del relato para dibujar una sonrisa en cualquier momento (“oiga, no me joda señorita, ¿le parece que estoy encargando una pizza?”, o mejor todavía, “nueve millones de terroristas en el mundo y se me ocurre matar a uno que tiene pie de mujer”). El gran handicap de McClane, como personaje de ficción, es su capacidad para provocar empatía y conectar con el espectador, debido a sus propias características intrínsecas. El espectador vive y sufre la aventura desde el punto de vista de McClane, de ahí la cualidad absorbente del relato.
La arquitectura del edificio Nakatomi induce la sensación de claustrofobia desde el estrato visual-físico, complementaria al carácter claustrofóbico, desde un estrato puramente psicológico, aportado por la mencionada disociación entre interior y exterior del edificio. Túneles, habitaciones, pasillos, conductos de ventilación y ascensores, constituyen el adecuado escenario para la fisicidad de una acción violenta que siempre se mueve en el terreno humano y verosímil. En algunos momentos, el fuego y los humos que envuelven a McClane evoca la estética de Ridley Scott en Alien, o la acción testosterónica de Cameron en Aliens. Quién duda, además, que parte de la idea temática y argumental de la película está inspirada en “Acorralado“, “Tiburón” y “Alien“…
La muerte de Grubber merece mención aparte, el gesto de McClane tras el resolutivo disparo – soplando a la boca de su revólver- evocación de John Wayne (al que el mismo Grubber había aludido), momento en que el héroe adquiere un trazo casi sobrenatural, sublimación de su condición anónima para pasar a la esfera del mito cinematográfico, pero desde su base humana, no desde el cliché preestablecido. La caída de Grubber, el simple ladrón que se hizo pasar por terrorista, induce el último sesgo. Alguien, allá abajo, dice: “espero que no sea un rehén…”
Ya con McClane fuera del edificio, y bajo una poética lluvia de billetes que evoca la prolongación de la farsa, los perfiles representantes de cada uno de los mundos disociados convergen para ajustar cuentas. Aparte del emotivo encuentro con el agente Powell, cabe mencionar el puñetazo que Holly Gennaro le propina al repugnante reportero de televisión que había mediatizado la catástrofe, concluyendo así el contenido temático que ironiza con las distintas fuerzas sociales que intervienen en la situación. Al final, solo cuenta McClane, el nuevo héroe que sintetiza a John Wayne y a Rambo con un toque de sencilla – que no simple – humanidad, y para quien la experiencia vivida en el interior del edificio Nakatomi ha sido motivo de reconciliación conyugal (el beso en el asiento trasero del coche). Un final que converge con el inicio. ESO es contar una historia. Y NO es cuestión de gustos, sino de conocer los fundamentos de la narración.
No hay más palabras. Un guión milimétrico armonizado a la perfección en el que ni le sobra ni le falta nada. Un juguete de acción divertido que va más allá del género para contarnos una historia cargada de sensibilidad, ironía, buenas dosis de mala leche, homenajes y citas cinéfilas, y reformulación de clichés. Una reformulación que todavía no ha encontrado un modelo que la trascienda. Sorprende que un género tan encorsetado como lo es el cine de acción basado en la figura del “tipo duro” pueda ofrecer tanto como ofrece la obra maestra de John McTiernan. Estamos ante un auténtico milagro cinematográfico, sobre todo gracias a un guión que articula una variedad de temas y estructuras sin que dicha variedad entorpezca la fluidez necesaria en este tipo de películas.
Los cineastas actuales (y sobre todo los guionistas) deberían tomar nota. Jungla de cristal es CANON, es la regla y el modelo a superar. Todo producto de acción que, como mínimo, no se acerque a la calidad de trabajo (trabajo escrito, especialmente), inventiva y caracterización de personajes expuestos en Jungla de cristal, será, por lo menos, un producto mediocre. El buen trabajo y la dedicación en obras precedentes no se ha hecho para caer en la anécdota autocomplaciente o el olvido, sino para ser reverenciado e intentar trascender (superar) sus logros. Esas son las reglas para un cine de acción de calidad, aunque algunos se empeñen en negarlo.