El ultimátum de Bourne
Hay veces que uno se enfrenta a la secuela de una película con la ilusión de que sea, cuanto menos, de una calidad similar a la primera. En el caso que nos ocupa hoy, debo reconocer que aunque El caso Bourne no me entusiasmó, me resultó bastante entretenida, allá por el 2002.Por eso dos años más tarde me apresuré a visionar su continuación, con la esperanza de conocer un poco más de la enigmática existencia de Bourne, ese muchacho al que da vida el siempre correcto y ya cercano a la cuarentena Matt Damon. Sin embargo, salí bastante decepcionado y pensando que el tópico de segundas partes nunca fueron buenas es uno de los que menos hierra. En cambio, la tercera entrega me ha parecido bastante más completa que la segunda.
Quizás se deba al hecho de que en esta ocasión se ha mantenido al equipo de dirección encabezado por Paul Greengrass, que da muestras evidentes de haber aprendido de sus errores y ofrece al público un producto más cercano y dinámico, dejando a un lado las pretensiones artísticas para centrarse en el entretenimiento, que al fin y al cabo es lo que la mayoría espera cuando va a ver una película de este corte.
En cualquier caso, se puede poner en el haber del estudio el hecho de haber conseguido cerrar con cierta dignidad una trilogía que bien podía haberse quedado en una o dos partes sobradamente. A ello, además del ya citado Damon, contribuye el resto de un equilibrado reparto, en el que destaca Albert Finney. Por contra, en el debe de la película se encuentran el alargamiento excesivo de la trama, el hecho de que es tremendamente previsible y la pretensión de impactar con las formas más que con el fondo.
En cualquier caso, se trata de un aceptable filme para encarar el principio del fin del verano de 2007.
Lo mejor: La revitalización de un género incomprensiblemente marginado.
Lo peor: Quizás es demasiado previsible.