Harry Potter y la orden del Fénix
Francis Bacon dijo que la ciencia y la magia propenden al mismo objetivo. Que esa complicidad fue rota cuando la ciencia dejó atrás a la magia al postularse como método más eficiente para alcanzar dicho objetivo. Todo eso lo sabía J.K. Rowling cuando comenzó la saga de Harry Potter. Sabía que un niño mago con una varita precisaba de un atrezzo fabuloso y fundó un universo deslumbrante de estaciones de tren falsas, encantamientos verbales a la vieja usanza y mundos escondidos debajo del aparente con su vértigo formidable de batallas, litigios y hasta colegios erigidos en paisajes sobrecogedores.La literatura dio el visto bueno al cine y nació una franquicia portentosa, una de las mejores vistas recientemente, facturada con imaginación y deseos de agradar el ojo adolescente que antes, con golosa fruición, había devorado cientos de hojas. Y el cine ha encontrado en las aventuras del mago Potter un filón robusto, inasequible al desaliento, bien pertrechado de la habitual ronda de trucos que harán las delicias de la chiquillería, aunque sin desatender la paciente asistencia de los adultos, no iniciados en la revelación mistérica de los libros y ajenos al alfabeto simbólico de este universo fundancional. Pero hemos llegado al verano cinco o seis, no sé ahora, de la era Potter y el producto habilitado para las circunstancias no es oscuro, como lo fue el facturado por Cuarón, ni se ha robustecido con ninguna pirotecnica nueva que encandile el ojo cómplice de estas filigranas técnicas tan gratas a las peripecias del mago.
Todo cuanto antaño era básicamente limpio ejercicio fantástico, vitaminado de ricos personajes, buen engarce dramático y apabullante imaginería visual se ha visto ahora menguado, rebajado a un correcto, pero desangelado, armatoste cinematográfico de fácil asimilación y más fácil todavía evacuación.
Ya escama el hecho de que parte de la bizarra maquinaria propagandística del film confíe su enganche con el público prepúber o ya lúbricamente pubescente en un estilizado beso que el bueno de Harry planta a una moza cómplice de sus artes mistéricas. El atolondrado Potter, que ocupa su mágico cerebro en ordenar los meritorios capítulos dramáticos de su infancia, no encuentra el amor: lo que ha entrado por su ojito es la pasión carnal, el tirón de hormonas que muscula su voz y garantiza que el mago adulto ha entrado en escena a mayor gloria de los futuribles enfrentamientos con el innombrable, verdadero mentor espiritual de toda la aventura y, a lo visto, descarado remake argumental de otra saga ya suficientemente conocida, Stars Wars . Potter es un Skywalker de más oscura leyenda, con su Darth Vader familiar de fondo, que sortea como el héroe a lo Propp los obstáculos habituales hasta investirse como héroe o villano absoluto solo que el piloto sideral de Lucas blandía un espectacular sable de luz, golosina de niños de todo el mundo, y Harry esgrime los argumentos de una varita de hechizos y encantamientos. El soporte logístico es el mismo.
Fascinan, no obstante, algunos episodios puntuales: la escena de las bolas de las profecías o el majestuoso y limpio de barroquismos innecesarios combate final. Mención aparte el personaje de Dolores Umbridge, una sobreactuada, pero efectista Imelda Staunton. O una dulce y arrebatadora Ivanna Lynch en el papel de Luna Lovegood ( la del pudding, sí, con la cara y la voz más cercana a ese éter de mujer que es Nawja Nimri )
La criatura de J.K. Rowling tiene todavía pan que cortar en la mesa de estos veranos de pantalla grande y colas tremebundas habida cuenta de que la siguiente entrega literaria ( El príncipe mestizo ) hace ya las fanfarrias sinfónicas en prensa y similares. Se trata, en el fondo, de alfombrar la siguiente entrega, de ir preparando al personal en nuevos ritos iniciáticos y conducirlos con estimable estilo y naturalidad a la siguiente cola. Ahí estaremos.
Lo mejor: El arranque. Justo hasta que entra la escuela y sus asuntillos de orden, disciplina y encantamientos previstos y simplonamente repetidos
Lo peor: Que le falta punch, atractivo, fuerza... No sé, algo de todo eso.