Ágil y dinámica, pero en su pretensión de abarcarlo todo se vuelve abrupta.
La figura de Goya y su trayectoria vital, por encima de la otros artistas, ha atraído la mirada de importantes autores. En el teatro Buero Vallejo le dedicó El sueño de la razón y Carlos Saura realizó en 1999 Goya en Burdeos. A ellos se les une el checo Milos Forman, director de títulos legendarios como Alguién voló sobre el nido del cuco y Amadeus y cuyas dos últimas películas, El escándalo de Larry Flint y Man on the Moon, utilizaban el género del biopic para poner en juego la controversia social entorno a temas como la libertad individual frente a la provocación. Así, lo primero que sorprende de Los fantasmas de Goya es que el apartado biográfico queda relegado a un segundo plano: no es la persona de Goya, sus conflictos como hombre y artista, lo que centran la película, sino que se trata de un personaje que sólo participa tangencialmente en los acontecimientos. Lo cual no quiere decir que Goya no pinte nada en esta película: pinta, y mucho. De hecho lo pinta todo. Es su mirada la que otorga sentido a la historia, la que revela sus destellos de belleza y sus abismos de horror. Su mirada y su pincel, lo único que le mantiene unido al mundo tras sufrir una sordera que tiene tintes de paradójico castigo bíblico. Es el testigo que pone voz a los inocentes, a “las flores aplastadas por el carro de la razón” de las que habló Hegel en su lucha contra el oscurantismo. Otra cosa es que el valor de esta mirada se pierda en las alambicadas peripecias del argumento principal y en el ritmo a veces precipitado de la película.
La joven Inés, hija de un rico mercader y musa de Goya, llama la atención una noche del Santo Oficio al no querer comer cochinillo en una taberna. Confiesa bajo tortura ser judaizante y su padre, en un intento por liberarla, consigue que Goya le concierte una cita con el Hermano Lorenzo, de quien Goya está pintando el retrato y que es responsable del recrudecimiento de la actividad de la Inquisición. Durante esa noche, la familia de Inés utilizan sus propias armas contra Lorenzo del que sacan una confesión firmada absurda con la que le le chantajean para que interceda en favor de su hija. La “intercesión” de Lorenzo acaba resultando en el embarazo de Inés y la ruina de este, que deberá exiliarse. Doce años después las tropas francesas ocupan España, eliminan la Inquisición y Goya se reencuentra con una Inés destrozada física y psíquicamente por su encierro y a un Lorenzo reconvertido en adalid de los principios revolucionarios y racionales impuestos por Napoleón a sangre y fuego.
La tesis de la película es evidente: tanto el oscurantismo como la razón arrastran a su paso víctimas inocentes que nadie recuerda . Los juegos de poder son simples permutaciones de los mismos elementos. El sueño de la razón produce monstruos. Hay un auténtico amor hacia la obra de Goya reflejado plásticamente en esta película, en la reproducción escénica de sus caprichos. Algo parecido a lo que vimos en Alatriste, escenas-cuadro: en esta película, sin embargo, están insertadas con mucho mejor sentido de la oportunidad. No se límitan a hacerse ver: significan. Sin embargo, algo que “canta” enormemente es la adultearación de cuadros originales para que tengan el rostro de los actores. Por ejemplo, el retrato ecuestre de la reina María Luisa con el rostro de Blanca Portillo (magnífica por otra parte en sus breves intervenciones) es una torpeza que le resta integridad a la película. Parece que el director se ha enredado en los mecanismos del paso de la realidad a la ficción, y en su intención de mostrar a Goya como un pintor que hace obras “demasiado reales” ha acabado haciendo cosas que son directamente falsas, dentro y fuera de la película. Un Goya que pinta falsas obras de Goya es un falso Goya.
Lo mismo puede decirse del resto del lenguaje fílmico. La película es ágil y dinámica, pero en su pretensión de abarcarlo todo se vuelve abrupta. Doce años pasan entre una escena y otra. Los personajes aparecen y desaparecen sin apenas transiciones. Esta falta de sutileza le da a la trama principal el apecto de vodevil que tanto se le ha criticado, con madres, padres e hijas que aparecen y desaparecen. En el colmo de la torpeza, Natalie Portman interpreta simultáneamente a la madre y la hija. A pesar de las transformaciones fisicas verdaderamente impresionantes que sufre la actriz , el paralelismo es flagrante, más aún cuando la buena de Natalie no tiene una gran variedad de registros. Fuera de estas salidas de tono, el reparto funciona de manera ejemplar y hay que alabar la rotundidad de los personajes. Bardem, otro chico que tampoco destaca por su versatilidad, consigue dar la entera medida de la vileza, mientras que Michael Lonsdale como Gran Inquisidor es la perfección de la perversidad sin histrionismo. Randy Quaid como Carlos IV parece salir de las pinceladas originales de Goya para darles vida en cuatro exactísimos trazos. Finalmente – habrá controvesia sobre este punto, como suele ocurrir con las cabezas de reparto – Stellan Skarsgård hace un gran Goya. No sólo por su físico que arrebata por su intensidad las escenas sino por establecer el dualismo del personaje, un Goya que al principio sorprende por su carácter bonachón y torpe pero que acaba derivando en el sombrío sentido trágico del autor de los caprichos. No es suficiente, sin embargo, para que Los fantasmas de Goya sea una película redonda. El ritmo confuso y el tono que pasa del melodrama a la comedia de forma que a veces parece accidental (particularmente en el caso del intérprete de Goya, cuyas gesticulaciones mueven a risa incluso en las escenas más dramáticas) empañan su brillante colorido.
publicado por
Hartigan el 13 noviembre, 2006