En esta orgía de la ofensa y el insulto, “Borat” acaba por hacerse un lío, apuntando en todas direcciones y sin aclararse por lo que es “criticable” o no.

★★☆☆☆ Mediocre

Borat

Es cuestión de gustos, pero el tipo de cine como “Borat” (con el añadido en su título en castellano de: “El segundo mejor reportero del país de Kazajistán viaja a América”), está en las antípodas del que me interesa.

El humor grueso de “caca”, “vaginas”, “pajas” y “culos”; de los trompazos y golpes; del provocar por provocar, rizando el rizo del mal gusto, ni es original ni me atrae. Aunque, como es el caso de “Borat”, sea un fenómeno sociológico por su éxitazo (sorpresa) en la taquilla nortemaricana (un ejemplo más de los “terribles” efectos de la política de Bush, lograr que un filme como este sea todo un taquillazo).

Y no me atrae aunque se defienda con la coartada de poner en evidencia las dificultades de la fraternización entre culturas o de ser un reflejo (que lo es, tan fiel como patético) de la sociedad actual “más civilizada”. De hecho, Kazajistán, en Asia Central, es utilizado como un espejo deformante de lo peor de la cultura, sociedad y creencias ‘yanquis’ y… del mundo occidental.

De los chistes que esparce como dardos envenenados Sacha Baron Cohen, alias “Alí G”, alias “Borat”, un paleto elevado a la máxima potencia, parece que no se escapan ni disminuídos físicos, deficientes mentales, colectivos gays, feministas, senadores, predicadores, negros, gente adinerada, gente corriente de la calle, bienpensantes, malpensantes, ciudadanos de la América profunda, de la urbe de Nueva York o judíos.

La ironía según ‘Borat’

Se entiende que en muchos casos Borat ironiza sobre prejuicios muy, peligrosamente, arraigados. Así, la excusa para realizar su documental en los EUA es tomar ideas para modernizar y encontrar soluciones a los “principales problemas” de Kazajistán, que son, literalmente: “económicos, sociales y judios”.

Una de las secuencias más (presuntamente) divertidas nos muestra a este reportero machista, retrógada, vanidoso y anti-semita alojado en un hogar de… ¡horror! judios. La secuencia está tratada como si fuera la de una película de terror, con guiño incluído a una de las escenas más recordadas de “El proyecto de la bruja de Blair”.

Pero no pongan el grito en el cielo. Me han soplado que el británico Sacha Baron Cohen es precisamente judío, y además convencido y practicante. De manera que él sabrá mejor que nadie cual es la sensación, muchas veces, de ser judío ante los demás.

Sin embargo, en esta orgía de la ofensa y el insulto, “Borat” acaba por hacerse un lío, apuntando en todas direcciones y sin aclararse por lo que es “criticable” o no. ¿Qué tampoco es su intención separar lo uno de lo otro, y que cada cual decida? Pues eso, que no se entiende ni el mismo Borat Sagdiyev.

Genial Borat, lamentable Borat.

Para desconcertar más al espectador, recorre a un formato de ‘road movie’ en plan “falso documental” con deliberada estética feista (y ello no supone ningún defecto, al contrario, la forma se adapta al contenido), y donde se supone que hay un poco de todo. Personas que saben en que tipo de película están interveniendo, otras que se lo huelen y otras que las pilla totalmente por sorpresa.

Mezclándose entre ellos, Borat realiza su recorrido, más que para obtener “ideas” con las que modernizar su país, para satisfacer sus propios y egoistas deseos sexuales, y que básicamente se materializan en las carnes y formas de Pamela Anderson.

El inicio en Kazajistán es buenísimo. También hilarante el ‘gag’ en el hotel, donde este periodista kazajo confunde el ascensor con su habitación, y se niega a salir porque el espacio ya le parece cojonudo y piensa que su habitación será más pequeña.

Pero, a la media hora estaba deseando que Borat se callara, y a la hora de proyección esperando y deseando que la peliculilla acabase, por pesada, burda y desmesurada. Ni siquiera una secuencia tan “antológica” como “grotesca” de pelea a lo ‘sumo’, con Borat y su orondo productor desnudos, en franca competición de lucha libre provocada por el atrevimiento del segundo a masturbarse ante una fotografía de su querida Pamela Anderson, sirvió para alegrarme la función. Ni el hecho que la secuencia cuente con uno de los detalles más hilarantes e ingeniosos del filme, el de colocar una alargada mancha negra censurando el pene (supuestamente larguísimo) del protagonista.

Borat en el museo.

Y mientras, en lugar de entregarse y disfrutar de este festín de carcajadas, uno se pregunta cosas como: ¿Por qué Borat no escucha a sus interlocutores después de preguntarles? ¿Por qué se entromete en cualquier sitio e insulta a todos? ¿Por qué se hace constantemente el loco si sabe muy bien cuales son sus intenciones? ¡Claro! Será porque también nos habla de la incomunicación y de la necesidad de provocar como medio de trangresión.

El arte, por supuesto, es transgresión. También hay que tener sentido del humor y saber tomarse las cosas a guasa. Pero “Borat” es como plantar un cagarro en mitad del museo Guggenheim. Unos se escandalizarían, otros reirían, otros admirarían su osadía, otros la romperían a patadas si pudieran. También estaría la opción de tomárselo con indiferencia.

Pero no recuerdo ninguna “mierda” con forma de esto, de “mierda”, que haya hecho nada por el arte o la cultura. Del mismo modo que pocas veces una película con un humor (que no comedia) inteligente ha triunfado en la taquilla norteamericana.

¡Bueno! Por lo menos ahora muchísima gente, entre los que me incluyo, sabrá que Kazajistán también existe.
publicado por Carles el 23 noviembre, 2006

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