Cine Quinqui

El quinqui es ese chaval de origen humilde que sin futuro, sin cultura y sin deseo se aferró a sus miserias, sus desesperanzas, sus adiciones y su juventud para pelear como un perro callejero contra todo lo que la sociedad representaba.

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Contexto histórico en España

La Transición Española es una época difícil de catalogar. Dependiendo de a quién se pregunte y de cuándo se pregunte, hay respuestas para todos los gustos. En general se habla de momento ejemplar, de reconciliación trabajada y de acuerdos y pactos que trazaron una senda que a día de hoy seguimos caminando, pero también se habla de una época dura, de una rendición incondicional, un cerrar los ojos en un intento desesperado por “parecernos a Europa” sin tener en cuenta todo lo que nos había pasado en las últimas cinco décadas. Echando la vista atrás, sí parece que fueran unos años de ganadores y perdedores y que existiera violencia en demasiados recovecos de una sociedad desigual económica, política e ideológicamente.

Contexto social en España, los barrios

Esta violencia se gestó y desarrolló con especial saña en los barrios pobres de las periferias de las grandes ciudades sirviendo de caldo de cultivo para que apareciera la figura del quinqui; ese chaval de origen humilde que sin futuro, sin cultura y sin deseo se aferró a sus miserias, sus desesperanzas, sus adiciones y su juventud para, navaja en mano, pelear como un perro callejero contra todo lo que esa sociedad tan cruel, tan incómoda y tan injusta, pero también tan desarmada y poco preparada, representaba.

Inicios del cine quinqui; primer largometraje

Estos acontecimientos pudieron quedar olvidados en las secciones de sucesos de los periódicos del momento y en las memorias de las familias destrozadas de sus protagonistas, pero no pasaron desapercibidos ante la mirada de determinados observadores que vieron entre sus bastidores historias épicas, románticas y, por qué no, revolucionarias, valiosos y cotizados ingredientes en el mundo del cine. Gracias a ellos y a un pequeño grupo de jóvenes actores y actrices surgió el género quinqui.

Todo comenzó con Perros callejeros (1977), una película dirigida por José Antonio de la Loma que cuenta la vida del Torete (Ángel Fernández Franco) actor y protagonista, todo uno, un quinqui, un delincuente de poca monta, una vida contada de una forma tan intensa y real que hace olvidar diferentes aspectos técnicos muy mejorables con los que está rodada. Es potente y dura, y el Torete -personaje carismático donde los haya- logró que el quinqui, el marginado, despertara por primera vez ternura en una sociedad más propensa a culpar y castigar que a perdonar y educar. El éxito en taquilla fue tremendo y dio para rodar dos partes más de una trilogía, Perros callejeros II en 1979 y Los últimos golpes del Torete (Perros callejeros III) en 1980 y para animar a otros directores a seguir sacando historias marginales como huevos de oro de una cesta.

El auge del cine de quinquilleros en España

El mismo año del final de la trilogía, apareció Eloy de la Iglesia con Navajeros (1980) y lo hizo dando su primer papel protagonista a José Luis Manzano, el actor de cine quinqui por excelencia con permiso del propio Torete. Navajeros cumple con los cánones del quinqui pero no es una buena película. En ella, un chaval maltratado por la vida, por una madre alcohólica y ausente, decide sobrevivir en una ciudad que siente más como un campo de batalla en el que merecería la pena morir que como una oportunidad en la que buscar redimirse, pero no está ni bien contada ni bien dirigida ni bien protagonizada, y el protagonista, tampoco es un quinqui al uso, porque no parece sufrir su destino como delincuente sino disfrutarlo. El Jaro, personaje que existió en la vida real, robaba sin sentirse culpable como el Lute y sin la humildad del Torete, lo hacía con chulería y hasta con sarna porque Madrid, la sociedad, España, le habían maltratado a él y la venganza estaba justificada.

A uno y otro, a Ángel Fernández Franco y a José Luis Manzano les une el origen marginal, el salto a la fama y el final trágico, pero les separa el registro como actores; Fernández Franco sólo se pudo dar vida a sí mismo (cameo en Yo, el Vaquilla aparte) mientras que Manzano se metió en los zapatos de diferentes personajes ampliando el espectro de protagonistas y dando mayor heterogeneidad a un género propio de directores visionarios y actores y actrices veraces, pero que no tendría el valor que tiene sin las aportaciones de extraordinarios secundarios como Quique San Francisco, Luis Iriondo, Verónica Castro, José Sacristán, José Manuel Cervino o Emma Panella, grandes profesionales necesarios para que a estas películas se les pudiese llamar “cine”.

En 1981 llegó Deprisa, deprisa, donde el maestro Carlos Saura supo darle al cliché de la historia una bella profundidad cargada de hastío y fatalidad, y en 1982 Colegas, una película marcada por el simbolismo y la fortaleza de una alianza entre tres ingenuos personajes interpretados por, ojo, Rosario y Antonio Flores y por el propio José Luis Manzano. En esta cinta la delincuencia no juega un papel fundamental, el conflicto de los protagonistas va más por los derroteros del amor, la amistad y la lealtad. Es, junto a El pico y La estanquera de Vallecas, una de las mejores producciones de Eloy de la Iglesia desde el punto de vista técnico (imagen, sonido, banda sonora) así como desde el de la propia historia, una rara avis que le hace ser una de las cintas por excelencia del cine quinqui, pero que le imprime una personalidad que podría haberla situado fuera de la etiqueta sin problemas. Una joya.

Envalentonado y montado a caballo (esta expresión no es casual) de la fama, Eloy de la Iglesia se metió (esta expresión tampoco es casual) en profundidad en el mundo de la heroína y dirigió dos durísimas películas, El Pico (1983) y El Pico 2 (1984), en las que un José Luis Manzano firmando las mejores interpretaciones de su corta vida es Paco, el hijo heroinómano de un comandante de la Guardia Civil en el duro Bilbao de principios de los años ochenta, de los primeros años de la Transición. Esta película sacó a relucir el problema de la droga, conmovió a una sociedad adormilada con tendencia a mirar hacia otro lado y llegó a ser tan significativa de la gravedad del mismo que, antes o después, gran parte del equipo técnico y artístico acabó perdiendo la vida por problemas derivados de su abuso de la heroína.

El género se hace mayor y comienza su declive

A partir de entonces, el cine quinqui cayó en picado con producciones prescindibles como Yo, el Vaquilla o Perras callejeras (1985), hasta que en 1987 se estrenaron dos joyas del cine español, dos películas inmortales que revitalizaron el género y lo impregnaron de un halo de diversidad y posibilidades desconocido hasta ese momento. Por un lado, La estanquera de Vallecas, de Eloy de la Iglesia, nos enseñó que también la comedia tenía cabida en las películas de jóvenes delincuentes y será recordada por la inolvidable pareja compuesta por José Luis Gómez y José Luis Manzano que firmaría su última película antes de morir en febrero de 1992 en un piso ocupado por el propio de la Iglesia. Por otro, El Lute: Camina o revienta, del célebre e irregular Vicente Aranda, sacó al quinqui de los barrios marginales de las grandes ciudades y lo echa al monte para contar la famosa fuga de Eleuterio Sánchez, enemigo público número uno y héroe romántico con formidables interpretaciones a cargo de Imanol Arias y Victoria Abril que les reportaron sendas Conchas de Plata en el festival de San Sebastián. La segunda parte, El Lute 2: Mañana seré libre (1988), no está a la altura, pero es un digno cierre.

¿Hay un resurgir del cine quinqui en la actualidad?

Y hasta aquí el cine quinqui como tal, el coetáneo de la propia miseria de los suburbios, el verdadero, la esencia de la miseria de sus protagonistas, quinquis casi todos, tanto delante como detrás de las cámaras. Hay más vestigios antes, durante y después de los años ochenta, pero hablar de ellos ya es hablar de otro cine. Cada década ha tenido sus homenajes, su cine de inspiración quinqui, ambientado de nuevo en los años setenta, Volando voy (Miguel Albaladejo, 2006), en los noventa: Barrio (Fernando León de Aranoa, 1998), en los dos mil: 7 vírgenes (Alberto Rodríguez, 2005) o en los dos mil diez: Criando Ratas (Carlos Salado, 2016), pero no dejan de ser eso, culto, respeto, celebración y homenaje a un cine verdadero, legítimo, ingenuo y sincero, el cine quinqui, el de los mercheros, los quincalleros, el de los inmortales quinquis.

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