El mismo año del final de la trilogía, apareció Eloy de la Iglesia con Navajeros (1980) y lo hizo dando su primer papel protagonista a José Luis Manzano, el actor de cine quinqui por excelencia con permiso del propio Torete. Navajeros cumple con los cánones del quinqui pero no es una buena película. En ella, un chaval maltratado por la vida, por una madre alcohólica y ausente, decide sobrevivir en una ciudad que siente más como un campo de batalla en el que merecería la pena morir que como una oportunidad en la que buscar redimirse, pero no está ni bien contada ni bien dirigida ni bien protagonizada, y el protagonista, tampoco es un quinqui al uso, porque no parece sufrir su destino como delincuente sino disfrutarlo. El Jaro, personaje que existió en la vida real, robaba sin sentirse culpable como el Lute y sin la humildad del Torete, lo hacía con chulería y hasta con sarna porque Madrid, la sociedad, España, le habían maltratado a él y la venganza estaba justificada.
A uno y otro, a Ángel Fernández Franco y a José Luis Manzano les une el origen marginal, el salto a la fama y el final trágico, pero les separa el registro como actores; Fernández Franco sólo se pudo dar vida a sí mismo (cameo en Yo, el Vaquilla aparte) mientras que Manzano se metió en los zapatos de diferentes personajes ampliando el espectro de protagonistas y dando mayor heterogeneidad a un género propio de directores visionarios y actores y actrices veraces, pero que no tendría el valor que tiene sin las aportaciones de extraordinarios secundarios como Quique San Francisco, Luis Iriondo, Verónica Castro, José Sacristán, José Manuel Cervino o Emma Panella, grandes profesionales necesarios para que a estas películas se les pudiese llamar “cine”.

En 1981 llegó Deprisa, deprisa, donde el maestro Carlos Saura supo darle al cliché de la historia una bella profundidad cargada de hastío y fatalidad, y en 1982 Colegas, una película marcada por el simbolismo y la fortaleza de una alianza entre tres ingenuos personajes interpretados por, ojo, Rosario y Antonio Flores y por el propio José Luis Manzano. En esta cinta la delincuencia no juega un papel fundamental, el conflicto de los protagonistas va más por los derroteros del amor, la amistad y la lealtad. Es, junto a El pico y La estanquera de Vallecas, una de las mejores producciones de Eloy de la Iglesia desde el punto de vista técnico (imagen, sonido, banda sonora) así como desde el de la propia historia, una rara avis que le hace ser una de las cintas por excelencia del cine quinqui, pero que le imprime una personalidad que podría haberla situado fuera de la etiqueta sin problemas. Una joya.

Envalentonado y montado a caballo (esta expresión no es casual) de la fama, Eloy de la Iglesia se metió (esta expresión tampoco es casual) en profundidad en el mundo de la heroína y dirigió dos durísimas películas, El Pico (1983) y El Pico 2 (1984), en las que un José Luis Manzano firmando las mejores interpretaciones de su corta vida es Paco, el hijo heroinómano de un comandante de la Guardia Civil en el duro Bilbao de principios de los años ochenta, de los primeros años de la Transición. Esta película sacó a relucir el problema de la droga, conmovió a una sociedad adormilada con tendencia a mirar hacia otro lado y llegó a ser tan significativa de la gravedad del mismo que, antes o después, gran parte del equipo técnico y artístico acabó perdiendo la vida por problemas derivados de su abuso de la heroína.